Un artículo del US Today generó polémica; cómo le llegó la información sobre empresas de telefonía que entregaban a la Agencia de Seguridad Nacional listas de llamadas telefónicas.
Por Rubén Weinsteiner
La semana pasada, el periódico US Today publicó una historia según la cual las empresas de telefonía de los Estados Unidos (con excepción de Qwest) habían estado entregando a la Agencia de Seguridad Nacional (NSA por sus siglas en inglés) listas de llamadas telefónicas realizadas por ciudadanos estadounidenses.
Como era de esperar, la noticia produjo gran controversia, y las opiniones variaban desde: “No sólo es legal sino que también es una gran idea” hasta “Esto prueba que Bush preparó el atentado del 11 de septiembre para poder crear un estado de policía”. No es un buen momento para muchos.
Por eso, sería una buena idea detenerse a pensar sobre el tema. Empecemos por una pregunta obvia: ¿cómo llegó a conocimiento de USA Today un programa que debe de haber estado entre los secretos más celosamente guardados de la comunidad de inteligencia, no sólo porque sería incómodo que saliera a la luz, sino también porque su éxito dependería de que nadie supiera de su existencia?
No es nuestra intención criticar a USA Today, pero asumimos que el periódico no estaba dirigiendo una operación encubierta contra la Agencia de Seguridad Nacional; por eso, alguien les dio la información, y quien lo haya hecho contaba con el nivel de autorización para saberlo. Eso significa que alguien con un nivel de seguridad alto divulgó un secreto de la Agencia de Seguridad Nacional. A esta altura, los estadounidenses son tan indiferentes a las filtraciones que, en realidad, nadie ha discutido las consecuencias de lo que estamos viendo: la comunidad de inteligencia está divulgando, con toda tranquilidad, información clasificada. Es posible que el origen de esta filtración fuera uno de los pocos congresistas o senadores o personal de comités de supervisión que hubieran sido informados de este proyecto; pero en cualquiera de los casos, estamos frente a una falla extraordinaria de aquellos que tienen acceso a material clasificado.
La razón de esta última indiscreción es, sin duda, la nominación del General Michael Hayden al frente de la CIA. Antes de su nombramiento como director interino de la inteligencia nacional, Hayden había dirigido la NSA, donde supervisó el proyecto de obtención y rastreo de datos que se relacionan con llamadas telefónicas privadas.
La nominación de Hayden a la CIA ha provocado duras críticas de demócratas y republicanos por igual, quienes sostienen que la elección no es adecuada. Naturalmente, el objeto de darle la historia del rastreo de datos a USA Today tenía por objeto echar por tierra su nominación –y podría haber tenido éxito.
Pero lo importante aquí no es el destino de Hayden, sino el hecho de que, sin lugar a dudas, la administración Bush ha perdido el control de la comunidad de inteligencia, lo cual incluye el proceso de supervisión del congreso. Y éste no es un tema menor.
El centro del debate no es el actual colapso en Washington, sino algo mucho más importante: por qué la NSA estaba llevando a cabo este programa de obtención de información y si el programa representaba una amenaza seria a la libertad. En el debate se enfrentan dos corrientes: la que considera que la amenaza a la libertad es trivial comparada con la seguridad que brinda, y la que considera que la seguridad que brinda es trivial comparada con la amenaza a la libertad. En esta evaluación, ninguna de las partes es honesta.
Creemos que la verdadera respuesta es que el programa aumenta la seguridad de manera sustancial, y que es una verdadera amenaza a la libertad. Con frecuencia se habla de decisiones difíciles; con este programa, los estadounidenses se enfrentan claramente a una de ellas. Un problema de los gobiernos
Comencemos por la cuestión de la libertad. No hay manera de que un programa del gobierno diseñado para rastrear las llamadas telefónicas de los estadounidenses no sea una amenaza a la libertad. No somos abogados, y estamos seguros de que un buen abogado podría encontrar argumentos en uno y otro sentido. Pero, independientemente de lo que diga la ley, libertad significa “mi derecho a hacer lo que quiera, dentro de la ley y conforme al debido proceso, sin que el gobierno tenga conocimiento de ello”. Este programa viola ese concepto.
El problema central es que nunca resulta claro qué destino le dará el gobierno a la información que reúne. Vamos a considerar dos ejemplos, que conciernen a dos administraciones presidenciales. En 1970, el Congreso aprobó la ley sobre Organizaciones corruptas y bajo la influencia del crimen organizado (RICO) con el objeto de destruir los grupos del crimen organizado.
La necesidad de dictar esta ley especial obedecía a que estos grupos tenían gran habilidad para transformar acciones judiciales de rutina en procesos difíciles y complejos. La Administración Clinton utilizó la ley RICO contra los activistas antiabortistas. Desde un punto de vista legal, resultó eficaz, pero cuando se dictó la ley, nadie hubiera imaginado nunca que se la usaría de esta forma. El gobierno había llevado la ley a un terreno donde los legisladores no habían pensado llegar. Luego del atentado del 11 de septiembre, el Congreso dictó una serie de leyes antiterroristas que incluía la ley PATRIOT.
El objetivo era detener a al Qaeda, una organización que había matado a miles de personas y estaba bajo sospecha de ser capaz de planear un ataque nuclear. Amparada en las mismas leyes, la administración Bush ha estado monitoreando grupos estadounidenses de izquierda, algunos de los cuales pueden haber cometido actos de violencia, pero ninguno estuvo ni siquiera cerca de presentar el mismo nivel de amenaza que al Qaeda.
Desde algún punto de vista técnico, utilizar leyes antiterroristas contra activistas de los derechos de los animales podría ser legítimo, pero los legisladores que les dieron forma no imaginaron esa extensión. No estamos describiendo aquí una enfermedad demócrata o republicana. Es un problema de los gobernantes. La forma en que utilizan las leyes o los programas no inspira confianza. Para ser más precisos, se aprueba una ley extraordinaria para dotar al gobierno de facultades para combatir un enemigo extraordinario –en los ejemplos, la Mafia o al Qaeda. Pero los gobiernos suelen tener la tendencia a extender esta autoridad y aplicarla a casos ordinarios.
¿Cuánto tiempo pasará, entonces, antes de que la justificación para rastrear llamadas telefónicas se extienda a fin de poder localizar a los que abusan de los niños, a los que no pagan la cuota fijada para su sustento, y a las bandas que roban autos? No se trata de no combatir estos delitos.
En realidad, el tema es que los estadounidenses han decidido que se los debe combatir dentro de un riguroso sistema que contemple el debido proceso legal. Entre los pilares de los Estados Unidos está la convicción de que los gobiernos pueden ser tan peligrosos como los criminales; el sistema de este país se sustenta sobre la premisa de que los gobiernos son un mal necesario y que sus poderes deben estar limitados.
Los estadounidenses aceptan que algunos criminales queden libres, pero aún así limitan la autoridad del estado de inmiscuirse en sus vidas. Existe la convicción de que si se le hacen algunas concesiones al gobierno, éste se tomará muchas más –todo en nombre del interés público. Vamos a invertir el análisis. Los estadounidenses prefieren vivir con abusadores de niños, con padres que no pagan su cuota de sustento y con bandas que roban autos antes que vivir con los peligros inherentes al poder del gobierno.
Pero, ¿es posible que alguien prefiera vivir con la amenaza de al Qaeda antes que con la amenaza del poder del gobierno?
Esta es la pregunta que hay que contestar.
¿Al Qaeda representa una amenaza que
a) no puede manejarse dentro de la estructura del debido proceso legal y b) es tan grande que requiere dotar al gobierno de más poder? En el largo plazo, un gobierno con poderes más amplios, ¿es más peligroso o menos peligroso que al Qaeda?
Los riesgos del debido proceso legal y de la seguridad
No es nuestra intención ser irónicos cuando decimos que el tema reviste gravedad. Si lo que puede hacer al Qaeda se limita a lo que logró con los ataques del 11 de septiembre, estaríamos tentados a decir que la sociedad podría estar más dispuesta a vivir con esa amenaza que con la amenaza de un gobierno opresor. Pero no hay razón para creer que toda la capacidad de al Qaeda y de los grupos que de ella se han desprendido se reduzca a esos ataques.
No se puede descartar por completo la posibilidad de que al Qaeda adquiera y use armas de destrucción masiva, incluso nucleares. Es indiscutible que la organización usaría esas armas si pudiera. La posibilidad de que varias ciudades de los Estados Unidos sean arrasadas por ataques nucleares tiene asidero, y si las probabilidades de que eso ocurra son una entre cien, eso ya es demasiado.
El hecho es que nadie sabe cuáles son las probabilidades. Algunos sostienen que la administración Bush llevó a cabo los ataques del 11 de septiembre para justificar un aumento de poder. Sin embargo, resulta poco probable que si la administración era tan poderosa como para llevarlos a cabo sin que nadie lo descubriera, necesitara una justificación para la opresión.
Sólo tenía que oprimir. El hecho es que al Qaeda (que se adjudica los ataques) los llevó a cabo, y que es posible que haya ataques de otros grupos. Podrían ser ataques nucleares –y detenerlos es un imperativo social y moral que no sería posible cumplir sin restricciones a la libertad. En nuestra opinión, ambos lados de la cuestión están viciados de una deshonestidad fundamental. Los defensores de las libertades civiles exigen que en todos los casos se respete el debido proceso legal, pero no admiten abiertamente los riesgos catastróficos que están dispuestos a correr. La famosa frase de Patrick Henry “Denme la libertad o denme la muerte” es una premisa fundamental de la sociedad estadounidense. Los defensores de las libertades civiles exigen libertad, pero niegan que al hacerlo están admitiendo la posibilidad de la muerte. Se apresuran a dejar atrás la parte más difícil. La administración sostiene que se le pueden confiar más poderes al gobierno.
Pero una de las premisas del conservadurismo de los Estados Unidos es que el poder corrompe, y que el poder de corrupción del poder absoluto también es absoluto. Los conservadores creen que nunca debería confiársele poder al estado –y en particular el gobierno federal. Los conservadores creen en el “pecado original”; esto significa que creen que todo gobernante no sólo es capaz de corromperse, sino que es probable que el poder lo corrompa.
Toda la finalidad del régimen estadounidense gira en torno a proteger a los ciudadanos de un estado que es, por definición, no confiable. La administración Bush también se apresura a dejar atrás esta parte tan difícil Discusiones difíciles Es importante reflexionar sobre el objetivo del programa de la NSA para monitorear las llamadas telefónicas. La gran habilidad de al Qaeda ha sido utilizar un número reducido de hombres, dejar que se asimilaran al país elegido, y luego, repentinamente, reunirlos para un ataque. Siempre ha sido difícil penetrar la célula comando de al Qaeda; consiste de hombres que están emparentados o que se han conocido por años. No reclutan miembros nuevos en la estructura original.
Penetrar la organización es difícil. Por otra parte, la célula comando puede no conocer detalles de una determinada operación de campo. La inteligencia humana, para ser efectiva, tiene que tener un punto de concentración. Como decimos en Stratfor, necesitamos un nombre, una foto y una dirección para individualizar a la persona que pueda darnos la respuesta a una pregunta inteligente. Para las operaciones de al Qaeda en los Estados Unidos, no tenemos nada de esto. El propósito del programa de rastreo de datos habría sido, simplemente, identificar posibles nombres y direcciones para poder armar una foto y montar una operación de inteligencia.
El programa estaba diseñado para identificar patrones de llamadas telefónicas y relacionar la información con datos ya conocidos de otras fuentes, con el fin de ubicar posibles redes de al Qaeda. Para evitar infringir las libertades civiles, se necesitaría una orden para monitorear las llamadas telefónicas. Sin embargo, es imposible obtenerlas para un proyecto semejante, a menos que se desee conseguir una para cada ciudadano. El propósito de una orden es investigar a un sospechoso conocido. En este caso, el gobierno no tenía ningún sospechoso conocido. Precisamente, todo esto se trataba de identificar a un sospechoso. La NSA estaba buscando 10 ó 20 agujas en un pajar de casi 300 millones.
El programa en sí mismo no sería particularmente efectivo –sin duda habría arrojado más falsos positivos de los que se hubiera podido investigar. Pero en un conflicto en el que no hay buenas herramientas, ésta tenía alguna utilidad. Por lo que sabemos, podría haberse ubicado una célula, o el programa nunca habría pasado de ser una pérdida de tiempo.
El problema que deben analizar los críticos del programa es simplemente éste: si rastrear las llamadas telefónicas es cuestionable, ¿cómo sugieren identificar los operativos de al Qaeda en los Estados Unidos?
Estamos abiertos a sugerencias. El problema que tienen los defensores del programa es que esperan que se confíe en que harán un uso prudente de la información, y que se disciplinarán para no usarlo en casos de malversación de fondos, pornografía o para detectar a quienes no están de acuerdo con el presidente. Nos encantaría estar convencidos de ello. Contrariamente a lo que mucha gente dice, esta situación tiene precedentes en la historia americana. Durante la Guerra Civil –otra guerra con características únicas y que se peleó en suelo estadounidense–, en el Norte las opiniones estaban muy divididas. El sentimiento a favor de los confederados estaba fuertemente arraigado en los estados fronterizos que permanecieron dentro de la Unión, lo mismo que en otros estados. El gobierno federal, bajo el gobierno de Lincoln, suspendió muchas libertades. Lincoln fue más allá de Bush –suspendió el derecho de hábeas corpus, impuso la ley marcial, entre otras cosas. El fundamento legal de estas medidas era limitado, pero en su opinión, la subsistencia de los Estados Unidos lo requería.
Como es evidente, George W. Bush no es Lincoln. Naturalmente, es necesario recordar que durante la Guerra Civil, nadie se daba cuenta de que Abraham Lincoln era un Lincoln. Mucha gente en el Norte pensaba que era un Bush. Por cierto, si los planes de algunos de los miembros de su gabinete –especialmente de su secretario de guerra–hubieran prosperado después de su asesinato, la suspensión de los derechos civiles de Lincoln sería aún menos recordada de lo que lo es hoy. Es necesario debatir sobre cuál es el punto de equilibrio entre la libertad y la seguridad. También sobre cómo determinar cuándo ha pasado la emergencia nacional.
La actual discusión sobre el rastreo de información de la NSA ofrece un marco perfecto para esa discusión. No tenemos una respuesta clara acerca de cuál sería el resultado del debate. Por cierto, nuestro punto de vista es que el resultado es menos importante que el hecho mismo de debatir y de que surja un consenso nacional. Los estadounidenses pueden vivir con muchos resultados diferentes.
No pueden vivir con este caos intelectual y político. No se debe permitir que los defensores de las libertades civiles se salgan con la suya y minimicen el peligro físico al que se están exponiendo al insistir en que se deben seguirse las reglas del debido proceso.
No se debe permitir que los defensores de la administración se salgan con la suya y minimicen la amenaza a la libertad que la guerra contra al Qaeda conlleva.
No puede emerger ningún consenso cuando ninguna de las partes es honesta ni con la otra ni consigo mismo. Éste es un caso en el que el resultado del debate determinará el curso de la guerra. Las filtraciones de información acerca de proyectos secretos a un periódico es un síntoma de la enfermedad: el colapso total de todo consenso con respecto a qué es la guerra, qué significa, qué pone en riesgo, cuánto costará y a qué precio.
Los estadounidenses no están dispuestos a pagarlo. No se puede ganar una guerra encubierta sin operaciones encubiertas disciplinadas. Eso ya no es posible en este escenario. Un consenso serio con respecto a las reglas es, en estos momentos, un requisito de seguridad nacional.
Rubén Weinsteiner