Por Ricardo Ragendorfer
Durante tres lustros Goebbels cincelaría en la conciencia de los alemanes un soporte ideológico que durante la Segunda Guerra Mundial contribuyó a llevar a la muerte a 50 millones de personas.
Las reacciones públicas de Mauricio Macri generan la siguiente suposición: si tuviese la desgracia de contraer una enfermedad venérea, es posible que en vez de tomar penicilina encargase una encuesta.
De hecho, a sólo 36 horas de confirmarse su procesamiento en la causa del espionaje telefónico, mientras él aún con un ojo en compota asimilaba semejante golpe judicial sin adelantar su regreso del balneario dominicano de Punta Cana, unos 80 dirigentes del PRO, reunidos con dramática urgencia en el Hotel Panamericano por el operador electoral Humberto Schiavoni, devoraban un sondeo sobre su imagen con la actitud de quien tiene ante sí un parte médico.
Recién entonces, todos ellos exhalaron su alivio: la salud del líder del PRO –según los valores expuestos– era estable. Al respecto, su guía espiritual, el ecuatoriano Jaime Durán Barba, no tardó en desenvainar su cuchillo de claridades: “Es poco probable –dijo– que la resolución de la Cámara Federal pueda tener un efecto negativo sobre su candidatura a presidente. No creo que al ciudadano medio le preocupe que espíe a un cuñado estrafalario.” Y agregó: “Esto a la gente no le llega.”
Lo cierto es que en aquellas siete palabras expresadas con una extraordinaria sencillez palpita la clave de su aguda visión sobre la psicología de las masas, la cual supo profundizar a lo largo de dos décadas de fecunda labor. “Nosotros tratamos de comunicarnos con electores comunes. En las campañas, el votante que más nos interesa es el menos instruido”, supo sostener con naturalidad en una entrevista publicada el 16 de noviembre de 2006 en el diario La Nación. Sin embargo, tal concepto no sería de su propio cuño, puesto que guarda una notable similitud con lo expuesto en un texto teórico que data de la primera mitad del siglo pasado; uno de sus párrafos señala: “Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida; cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa. Además, tienen gran facilidad para olvidar.” La cita pertenece a un doctor en filología que pasó a la posteridad como el máximo exponente de la escuela alemana de comunicación política. Su nombre: Joseph Goebbels.
Ya se sabe que este sujeto cojo y macilento fue nada menos que el ministro de Propaganda del Tercer Reich. Su eficaz inventiva divinizó a Hitler; por ello fue considerado como el evangelista del nazismo. Tanto es así que su figura tuvo un rol crucial en el ascenso del Führer al poder.
A partir de entonces sería uno de los personajes más influyentes del régimen. Desde ese sitial controló el arte y la cultura con métodos rituales tan expeditivos y aleccionadores como la quema de libros. A la vez, transformaría a la prensa gráfica, la radiofonía y al cine en vigorosas herramientas al servicio de la manipulación masiva.
Pero ninguno de aquellos logros llegó a equipararse con sus dotes de orador: los discursos pronunciados por él –y los que redactaba para Hitler– hechizaban a las multitudes.
Durante tres lustros –desde 1930 a 1945–, Goebbels cincelaría en la conciencia de los alemanes un soporte ideológico que durante la Segunda Guerra Mundial contribuyó a llevar a la muerte a 50 millones de personas.
Su carrera tuvo un final abrupto: el 2 de mayo de 1945, mientras las tropas soviéticas precipitaban la caída de Berlín, el doctor Goebbels envenenó a sus seis hijos, antes de descerrajarse un balazo en la cabeza. Sus últimas palabras fueron: “Seremos recordados por la historia como el máximo legado de todos los tiempos o como los criminales más terribles que el mundo haya conocido.”
Desde luego, sucedería esto último.
Pero de su obra sobreviven algunos recursos propagandísticos que aun en estos días hay quienes no dejan de tomar en cuenta. A saber: simplificar la lucha política mediante la construcción de un enemigo único; cargar sobre el adversario los propios errores y defectos; emitir argumentos nuevos a un ritmo tal que, cuando el adversario responda, el público ya esté interesado en otra cosa; instalar la impresión de que la gente piensa “como todo el mundo”, creando así un clima ilusorio de unanimidad. Y repetir un puñado de ideas desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. De ahí la famosa máxima goebbeliana: “Una mentira multiplicada mil veces se convierte en verdad.”
Cualquier semejanza entre tales tácticas y el discurso de Macri no es fruto de ninguna casualidad. Durán Barba bien lo sabe.
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