El periodista español Pascual Serrano señala en su libro Desinformación: “Ante cualquier medio es primordial saber quiénes son sus propietarios (…) y si se trata de determinados grupos económicos que operan en otros sectores”.
Hay periodistas de determinados medios para con los cuales cobra vigencia la frase con la que Jacobo Timerman frenó en la asamblea de la SIP (California, octubre de 1980) a Jorge Annuar (El Pregón, de Jujuy), David Kraiselburd (El Día, de La Plata), Máximo Gainza Paz (La Prensa) y José Claudio Escribano (La Nación) que defendían los postulados de la dictadura militar: “Muchachos: nadie les pide tanto”.
El banquero Nathan Rothschild recibió infomación en la mañana del 19 de junio de 1815, a horas de terminada la batalla de Waterloo, que la alianza angloprusiana (dirigida por el duque de Wellington y Von Blücher) había vencido a las tropas de Napoleón.
En la Bolsa de Valores de Londres se sabía que Waterloo era el combate decisivo. Los especuladores ingleses sabían que quien venciera en esa batalla tomaría el poder de toda Europa. Pero también sabían que una derrota inglesa echaría por tierra el valor de sus acciones. Esa mañana de principios de siglo XIX, en la Bolsa de Valores ardían por conseguir alguna novedad del combate y así cambiar o no sus papeles. Todos menos Rothschild, que había recibido un papelito con la noticia de la caída de Napoleón vía paloma mensajera.
Cuando se abrió la sesión de ese 19, Nathan Rothschild –con la misma cara de Santo o de Lorena– mandó a sus agentes a vender todas sus acciones en bienes extranjeros de Inglaterra. El precio, por supuesto, bajó. Mucho más cuando los demás inversores –sospechando que Rothschild tenía la certeza de una victoria francesa– se lanzaron a vender de manera desaforada. Ante una señal apenas imperceptible del banquero, sus operadores comenzaron a comprar todo a precios irrisorios. Poco después, llegaba a la Bolsa la noticia: Inglaterra había ganado, las acciones recuperaban su valor, pero todas las tenía Rothschild. Nada más que Rothschild que, en ese día, multiplicó por veinte su ya exuberante fortuna.
Una historia que solía contar en las redacciones Eduardo Galeano: un sultán de Persia había probado por primera vez una berenjena y aprobó su sabor. El poeta de la corte, casi de inmediato, arrancó con una oda exaltando al vegetal. Pero, al tercer mordisco, el mismo sultán descubrió un amargor y escupió sobre el plato desacreditando a la berenjena en todo su reino. Ahí nomás, el poeta de la corte escribió una sarta de improperios sobre la pobre berenjena. Cuando le comentaron aquella falta de criterio, el poeta aclaró que él era cortesano del sultán, no de la berenjena.
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