Los periodistas internacionales llegaron en abril de 2008 a Paraguay, dejaron constancia de que un antiguo obispo de 56 años llamado Fernando Lugo, aliado de los campesinos más pobres, terminaba con 61 años de poder del Partido Colorado, y se fueron. La hegemonía de los colorados, que abarcó también la dictadura (1954-1989) del militar Alfredo Stroessner (1912-2006), había quedado atrás. En un país donde solo el 2% de sus 6,4 millones de habitantes es propietario del 80% de las tierras fértiles, llegaba por fin a la presidencia un hombre que prometía emprender una reforma agraria integral.
Lugo puso a Paraguay en el mapa. Pero el país apenas volvió a salir en el mapa cada vez que Lugo reconocía la paternidad de algún hijo ilegítimo. El primero se conoció en 2009 y el segundo a principios de este mes. Ambos fueron concebidos cuando ejercía de obispo. Eso apenas incidió en la opinión pública de una nación que desde la guerra de la Triple Alianza (1865-1870), donde Paraguay sufrió una diezma enorme de varones, se volvió muy permisiva con las paternidades ilegítimas, incluso con las atribuidas a clérigos. El problema era que su poder se asentaba sobre una base de barro.
El antiguo obispo había ganado con el 40,82% de los votos y una ventaja de diez puntos sobre la candidata de los colorados. Pero solo era la cabeza visible de una Alianza Patriótica para el Cambio (APC) formada por nueve partidos y más de 20 organizaciones sociales en la que los eternos rivales de los colorados, el Partido Radical Liberal Auténtico (PRLA), aportaba más del 60% de los votos. Hubo un liberal que se veía con más derecho que Lugo a ser presidente. Se llamaba Federico Franco. Aunque Franco aspiraba a lo máximo, se tuvo que conformar con la vicepresidencia. Su relación con Lugo siempre fue tirante y a veces nula. Por eso, cuando el Partido Colorado le ofreció el cuchillo del juicio político no dudó en agarrarlo. El resultado de la Cámara de Diputados que aprobó plantear el juicio con 76 votos a favor y solo uno en contra, y el del Senado, donde se falló la condena de la destitución con 39 votos a favor y cuatro en contra, puso de relieve la debilidad con que Lugo había gobernando.
“En realidad, los colorados siempre estuvieron ahí. Cada vez que había que aprobar una ley más o menos importante, Lugo negociaba la concesión de algún ministerio o un cargo importante para miembros del Partido Colorado”, indica Óscar Rodríguez, profesor de Economía en la Universidad Católica de Asunción y miembro del Frente Guazú, la organización liderada por Lugo.
Cuatro años después, el 80% de las tierras fértiles siguen en manos del 2% de la población. Sus seguidores estiman que los enemigos de Lugo eran demasiado poderosos. Una vez presenciada la algarabía indisimulada con la que los principales medios del país acogieron la destitución, lo que parece milagroso es que se mantuviera en el poder hasta ahora. Ese milagro solo se explica asumiendo que los intereses de los terratenientes nunca se vieron verdaderamente comprometidos. Lugo no fue un Hugo Chávez ni una Cristina Fernández, ni siquiera pudo ser un Lula da Silva. No solo no expropió, sino que apenas pudo incrementar los impuestos a los principales productores de soja.
A pesar de todo, implantó un sistema de salud que facilitó medicina gratuita a buena parte de la población. También concedió subsidios para más de 20.000 familias que viven en la extrema pobreza y llevó el desayuno y el almuerzo gratuito a las escuelas públicas. “Dejó sembrada una cultura política que nunca se había visto en este país”, señala el sociólogo José Carlos Rodríguez, colaborador del Gobierno. “Antes nadie se atrevía a declararse de izquierdas. Y la homosexualidad era un tabú terrible. Con Lugo se sabía que había un viceministro gay, y no pasaba nada. Apoyó los movimientos de los sindicatos, los campesinos y las mujeres como nunca antes se hizo. Eso ha quedado ahí”.
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