jueves, marzo 06, 2008

Las manos en la masa


Por Hinde Pomeraniec


amasar, rallar, picar, agregar

El hombre acaba de pisar la Luna y me tocó la figurita de McCartney, pero dicen que está muerto y que si pasás la púa sobre el disco al revés escuchás está muerto está muerto está muerto. Mucho más cerca de la vida misma nosotras la miramos a ella con deleite y admiración, ese cóctel intenso y sentimental que solo tienen los muy chicos. Pelo recogido y tirante del spray semanal, delantal almidonado sobre la falda gris de franela y polera de lanita arremangada, fanny feigue mamá -siempre tan pero tan alta- apaga el fuego, toma la cacerola hirviente y la inclina amorosamente sobre la mesada dejando caer líquidos gotones de caramelo que, redondos y lustrosos, se convierten en piedra preciosa sobre el mármol. Minutos después de la operación, toma un cuchillo romo y despega la golosina, despacito para que no se parta. Entonces nos llega la hora del dulce quebradero de muelas, el más sabroso, el inolvidable.

extender, cortar, añadir, disolver

Hay una memoria definida a base de olores familiares que cada tanto regresan como epifanía, la mayoría de las veces una explosión sensorial de segundos. Uno de esos sueños perfumados es la sopa de pollo de la bobe Juana, que se olfateaba desde la calle e iba tomando forma de cuchara a medida que subías la escalera de aquel primer piso en Pasteur y Tucumán. La enorme olla de aluminio echa humo sin tregua. La tapa permanece apenas apoyada sobre el recipiente y permite la salida de esa humareda. Sobre un costado de la tapa, acomodados, exhibidos, los higaditos del pollo, mínimas reliquias viscerales, se cocinan así sin humedad excesiva y preservando la piel, para no terminar en dura costra por asarse de más. Juana hundía regularmente una espumadera en la olla para pescar los desechos aviares y luego enjuagaba su herramienta en un plato hondo con agua hervida que siempre tenía al lado. Me encantaba ese recurso, me parecía -me parece- una apelación a la inteligencia culinaria, un regalo del sentido común, igual que el método de cocción de los higaditos. Uso ambos.

incorporar, exprimir, asar, mezclar

fanny feigue mamá no salía de la cama, la depresión la hundía hasta fundirla con ese colchón al que apenas abandonaba para ir al baño, pastilla tras pastilla tras pastilla. En los pocos momentos en que estaba de pie se elevaba como un fantasma helado, los ojos inyectados en odio. Eran segundos, inmediatamente arrancaba a llorar desconsolada, como una niñita perdida, y volvía a la cama. Tanta bronca le tenía a él que había prohibido a todas las mujeres de la casa que le cocináramos. ...l, por su parte, vivía en el entusiasmo de arrancar una vida nueva pero no sacaba los pies de casa, aunque se trasladó de dormitorio. Por las noches, cuando volvía de trabajar se sentaba en el comedor diario pensativo, algo melancólico y sobre todo hambriento. La sagrada prohibición no pudo con el amor filial y comencé a cocinar para mi padre, como me daba maña. Recuerdo la primera salsa, a base de kétchup y cebolla picada, algo de sal, un ajo pelado y aplastado, pimienta y chorritos de agua hervida para quitarle espesor a esa pesadilla de tomate ácido. Después de noches con ruido en el estómago, esa vez el viejo cenó fideos con tuco, un eufemismo generoso con el que decidimos bautizar el pobre y triste comienzo de mi vida como cocinera.

estirar, leudar, hervir, batir

La primera vez que los probé fue en una Navidad prestada, de esas a las que acudía feliz de poder celebrar una fecha común a la mayoría y generalmente esquiva para la familia idishe . En casa por esos días solo quedaban las sombras de la familia que una vez fue y por eso la aparición de una amiga con organización familiar irregular (huérfana de padre; madre con marido nuevo pero en casa aparte, hermanos que vivían casi todo el tiempo solos) era el deseo cumplido de no ser la distinta, la diferente, la pobrecita a la que se le divorciaron los viejos. Esa noche el romance con esos cuadrados oscuros de corazón húmedo y cascarita dulce fue perderse en un sabor único que prometía más y más. No era bizcochuelo, no era torta, eran brownies . Treinta años después, aquella receta de Susy, la hechicera del cacao, eterno cigarrillo encendido, mamá de Daniela, es la que aún practico, fiel a ese amor de chocolate a primera vista.

endulzar, estirar, leudar, hervir

Me gusta dar de comer. Me gusta ver la cara de satisfacción del otro, descifrar el código del gusto de los demás. Tantear paladares, escuchar la demanda de alguna especialidad y observar el relamerse ajeno a futuro por lo que puedo ofrecer. Una buena comida es la que está hecha con amor, le dicen los cocineros italianos a Bill Buford en esa búsqueda del Aleph culinario que es su libro Calor . Y en esa obviedad radica el centro de la cuestión: difícilmente cocinamos solo para nosotros. Sí podemos armarnos una cena delicada, pero al menos yo no conozco a nadie que se amase para sí mismo o se prepare un budín para degustar a solas y en silencio. La comida es por principio gregaria, debe ser compartida u ofrecida. Y en la larguísima tradición familiar que me antecede, por qué no, hasta inoculada En ese sentido, cuando cocinar se evidencia como prueba de amor y comer es la devolución de esa ofrenda, nada como el reclamo de mis hijos; nada como esas caras cubiertas de puré aplastado y esas manos que maceran restos de alimento, con sus ojos enamorados y plenos después de algún almuerzo plagado de cucharas con forma de avioncitos.

enharinar, aceitar, picar, asar

La preparación de la comida es un espacio de pensamiento único. Es probablemente el escenario ideal para conseguir el grado cero de la concentración y de ese modo, la convicción de que el futuro y la verdad residen en aquello que estoy preparando y que en algunas horas será degustado. Amor y sadismo, ejercicio y disciplina, rigor y creatividad. Cocinar, preparar los alimentos, diseñar una combinación de texturas y sabores es el espacio del placer personal, pensando en el placer del otro. Amasar hasta sacar músculos, controlar de pie una salsa eterna, revolver una mermelada hasta dejarla consistente y untuosa; tramar un repulgue perfecto, pelar un pollo y dejarlo en carne viva, despellejando cada centímetro de exceso. Tomar una pieza de carne, desgrasarla moderadamente y cortar rodajas idénticas, que se recuestan sobre la tabla de madera a la espera de su destino final. El virtuosismo y la extenuación culinaria, ese nirvana.

humedecer, filetear, espesar

La retórica de la cocina, un alfabeto que crece y se modifica según modas y tendencias. Pocas tareas humanas tienen diccionarios tan vastos y tan maleables. Palabras que caen en desuso, gurúes de delantal que envejecen y términos que se incorporan (emplatar, humectar, emulsionar), frivolidades. Cocinar es una celebración continua de palabras, gestos y acciones. Es leer recetas y deleitarse por anticipado; probar platos de otros y descifrar condimentos y esencias. Es ver cocinar a otros y seguir con la mirada cierto movimiento, determinada competencia; admirar una manera de batir o de maniobrar con el cuchillo hasta la envidia más obscena. Cocinar es saborear en estéreo y por TV, como cuando Anthony Bourdain cae extasiado -y todavía no demasiado borracho- por una excentricidad china o coreana o Narda Lepes sucumbe ante las especias de un mercado marroquí o te planta a cámara un perfecto pescado griego para un día perfecto. Cocinar es también excitarse en un bazar viendo las piezas del arte gastronómico que jamás vas a usar o ceder al vértigo de los stands de mostazas y aceites de oliva en un supermercado extranjero, mirando todo y comprando nada, solo deseando, imaginando, paladeando.

rehogar, marinar, salar, cocer

fanny feigue mamá ya estaba tan enferma. Tenía prohibidos montones de alimentos y vivía en la cama. Miraba la tele. Mirábamos la tele en el sanatorio blanco, único brillo entre tanta pena. Dolly hablaba a cámara mientras fileteaba una carne, con su voz de maestra primaria y todo parecía tan fácil, decía ella desde la almohada. Discutíamos técnicas, adivinábamos procesos. Había que estar ahí, postrada y viendo cocinar, y había que estar ahí acompañando a alguien que sabe que va a morir. Manteníamos diálogos culinarios en habitaciones asépticas, entre inyecciones y extracciones de sangre. Yo compraba revistas de cocina y le leía recetas, aquellas que sabía que podían tener algún eco en ella, cocinera clásica de pollos y carnes al horno, amante de los dulces, y a esa altura agobiada de cables, catéteres y diálisis. Fue una última temporada de conversaciones cálidas, sobre una debilidad compartida y que nos ponía en pie de igualdad. Seguir sus recetas es una condición que se acelera a medida que pasan los años. Hay recetas suyas que reproduzco íntegras, al pie de la letra, pero hay otras que nunca me dio porque no se las pedí. Durante años fue una elección deliberada, como si de esa demora dependiera el secreto de su inmortalidad. Hoy esas recetas son puro misterio y una nostálgica memoria de ojos verdes.

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