En una exposición exquisita, el filósofo detalló toda una serie de líneas que trazaron “asombrosas simetrías” entre el autor argentino y el alemán: “Son tantos los puntos en común que daría la impresión de que se leyeron, se conocieron en profundidad”.
La calle Beethoven canta su mantra. Esta ciudad suda melodías después de haber festejado, con bocinazos, cerveza en altas dosis, banderas y remeras tricolores, la clasificación de la selección alemana a octavos de final. Acá también se vive el Mundial con pasión. Ya no hay gestos adustos, el horizonte ya no es negro: todos contentos. El sol de verano llegó para quedarse. El moderno edificio de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Leipzig comienza a desperezarse. En el tercer piso un afiche de Borges indica el camino hacia el recinto donde especialistas del mundo continuarán intercambiando figuritas sobre la poesía del autor de Fervor de Buenos Aires. Apenas aletea un viento silencioso. Hace calor. La genealogía de la imaginación de Ricardo Forster suministra una bocanada de aire en el río de la crítica académica. Se asiste a la cumbre de insospechada perfección. Borges y Walter Benjamin pudieron haber sido contemporáneos. Sus pasos pudieron haberse cruzado en aquella Suiza que los cobijó mientras Europa se desangraba en las trincheras de la Primera Guerra. “Sus lecturas urdieron una trama cosmopolita, sus ojos fatigaron, hacia todas las direcciones, la tradición de Occidente”, dice el filósofo. El tema de estas variaciones que involucran a estos gigantes del siglo XX es la ciudad como escritura y la pasión de la memoria.
Borges llegó a Suiza siguiendo los pasos de un padre destinado a la ceguera; Benjamin cruzó la frontera impulsado por sus convicciones pacifistas. “Ahora lo sabemos, pudieron haberse cruzado”, repasa Forster. “Uno vivió en Ginebra, la ciudad de Calvino y de Rousseau, y de las ideas revolucionarias; una ciudad para ser caminada por un adolescente hambriento de novedades, de saberes escondidos en viejas librerías, afiebrado por todo lo que se le ofrecía: los libros, las lenguas y las experimentaciones de los sentidos. El otro vivió en Berna, ciudad callada y bucólica, orgullosa de su provincianismo, lugar ideal para aquel que deseaba ‘salir’ de los tumultos del presente para sumergirse en las tradiciones del Romanticismo alemán.” El filósofo y ensayista rastrea las “asombrosas simetrías” entre B & B. “Ginebra fue la ciudad donde se topó con la obra de Schopenhauer, el filósofo de su vida”, recuerda. También el lugar donde el desciframiento del idioma de Lutero le abrió un mundo inmenso. Lo arrimó a Heine, a Rilke y a la extraña obra de Gustav Meyrink, especialmente a su Golem; le permitió incursionar en las tradiciones germánicas que acabarían conduciéndolo hacia otra de sus pasiones: la vieja literatura anglosajona y escandinava. Pero Ginebra fue, sobre todo, el descubrimiento de Walt Whitman, “descubrimiento casi casual en una librería de viejo que influyó en su obra poética y que lo acompañaría a lo largo de su vida”. Recorrer librerías para tropezarse con algún autor que luego sería esencial asemeja los destinos de Borges y el filósofo alemán. En Berna, Benjamin leyó con intensidad a Kant y discutió con Gershom Scholem sobre temas judaicos mientras proseguía sus investigaciones sobre los románticos alemanes. “Suiza significó un interregno, tomar distancia de sus padres, del militarismo germano, de una guerra despiadada que estaba destruyendo la utopía del sueño decimonónico; pero también supuso, a través de sus debates con Scholem, ahondar en sus inquietudes teológicas, en sus indagaciones lingüísticas y en lo que serían sus vagabundeos por la protohistoria de la modernidad”, subraya.
“La experiencia de Benjamin tiene que ver con el vagabundeo, con la transgresión de las barreras de la ciudad burguesa, con la libertad adolescente”, postula Forster. “En esas horas de ocio y extravío descubre los inagotables secretos de la ciudad.” El filósofo alemán dirá, con razón, que sólo se conoce una ciudad cuando se ha aprendido a perderse por sus calles; la metrópolis “como un manto velado que con paciencia puede ir descorriendo el caminante, pero también como experiencia anacronizante que conmueve al andar distraído de paseante que busca a su alrededor lo que ya dejó de existir”. El especialista plantea que “quien se ha perdido sabiamente en una ciudad es capaz de romper la monotonía de la sucesión temporal, de escaparle a esa forma mefistofélica de destrucción de la memoria que es el progreso”. La trama urbana, en el notable artificio forstesiano, es un jeroglífico que el caminante busca descifrar, espacio donde se mezclan las barajas de realidad y ficción, donde la escritura va encontrando su ritmo y sus temas.
Forster subraya que Borges ve a Buenos Aires con ojos antiguos. “Su visión no es contemporánea, se remonta a su infancia y a lo que vieron y vivieron sus antepasados. Regresa una y otra vez al Buenos Aires de Rosas, la ciudad baja, con patios y zaguanes, una ciudad todavía provinciana que no ha dejado de ser una gran aldea, con sus orilleros y sus márgenes abiertos a la inmensidad de la llanura y del desierto. Nos habla del Sur como si fuera el último resto de esa ciudad mítica desaparecida. El Sur vendría a ser el modesto centro secreto. Y su escritura persigue esas formas fantasmales que los ojos enceguecidos siguen vislumbrando en las calles de una ciudad metamorfoseada.” De esta perspectiva salió Fervor de Buenos Aires. “Hay una suerte de sacralización de la ciudad que se expresa en sus primeros libros. Al caminar la ciudad y describir literariamente esas experiencias y recuerdos de familia, Borges se aparta de toda exaltación del progreso”, advierte.
En sus caminatas parisinas, cuando conjugaba sus horas diurnas en la Bibliotheque National con el extravío nocturno, Benjamin hizo algo muy semejante a lo hecho por Borges: “buscaba en los restos, en los desperdicios del día, a la ciudad del siglo XIX. Los dos viven sus ciudades, Buenos Aires y París, desde la óptica del siglo XIX”. Para el filósofo alemán, París es Baudelaire, el flâneur, los boulevares abiertos por la sed modernizadora del barón Haussmann y las necesidades del poder burgués. Es la Exposición Mundial, las arcadas de acero y vidrio, los últimos restos de callejuelas medievales. Es, además, la ciudad de las barricadas y de Blanqui. “Acompañado del francés de Proust, trajinó las calles parisinas, se dejó llevar hacia otro escenario, captó los sonidos de una ciudad ya desaparecida; él también, como Borges, vivió otra ciudad, caminó por otras calles y se detuvo a escudriñar los objetos que lo remitían a ese mundo decimonónico fenecido como resultado de la extenuante realización de sus propios ideales de progreso”, reflexiona Forster.
“Benjamin recorrió la ciudad de Baudelaire para entender su propio tiempo; arqueologizó el siglo XIX, escarbó en los orígenes de lo moderno, para penetrar en los secretos de una época destinada al ocaso”. ¡Cuánto se parecen B & B por su pasión de caminantes, de paseantes de la memoria y su devoción hacia los libros y las bibliotecas! “Los dos recorrieron con entusiasmo los laberintos de la lengua, sintieron el latir de Dios en la sonoridad de las palabras”, añade.
Nunca se leyeron. Aunque Forster intuye que Borges quizá pudo haberse encontrado con algún texto de Benjamin que al final de los ’60 era conocido por sus amigos de la editorial Sur. “Son tantos los puntos en común que daría la impresión de que se leyeron, se conocieron en profundidad compartiendo caminatas por sus ciudades, conversando hasta el amanecer de sus libros amados, de la Cábala que conocieron por Scholem, de los secretos que esconde toda biblioteca, quizá de Shakespeare y los barrocos alemanes, los simbolistas franceses y de los libros de infancia, sin olvidar su inclinación por las novelas policiales y por el cine”, enumera el filósofo. Benjamin se hubiera sentido conmovido por “Deutsches Requiem” o por “El Aleph”, Borges hubiera leído fascinado las “Tesis de Filosofía de la Historia” o el ensayo sobre Kafka. ¿Cómo pasar por alto que los dos amaron al praguense y que ambos imaginaron que lo acompañaban en una caminata por el ghetto, tratando de seguirle la pista al Golem?
El espacio conspira contra el sutil montaje de Forster. “Borges encontró la universalidad desde los suburbios, habitando tozudamente en las fronteras del mundo, allí descubrió el cosmopolitismo de la cultura; Benjamin vivió escapando del centro, escribiendo póstumamente, desconocido y solitario, último representante de una época y una cultura lanzada hacia el precipicio de la barbarie.” Las asombrosas simetrías siguen. “Borges miró a través de los lentes de Buenos Aires los secretos de las lenguas de Occidente; Benjamin observó en los escombros de la modernidad su propia finitud. Borges murió en la ciudad donde transcurrió su adolescencia feliz, quiso poner distancia, alejarse de sus fantasmas y pesadillas. Benjamin vivió acosado por su fidelidad de escritor destemplado, incansable en su persistente extraterritorialidad. Quizá se supo póstumo –sugiere Forster–, por eso se ocupó de que su amigo Gershom Scholem mantuviera actualizadas copias de todos sus trabajos. Sabía que algún día, en otra encrucijada cultural, otros lectores, no sus contemporáneos, prestarían atención a sus ideas. Benjamin no veía una vida prolongada, la vejez no estaba en sus planes de fugitivo y de intelectual desarraigado. A él, como en un cuento de Borges, el destino lo esperaba en una frontera.
La calle Beethoven canta su mantra. Esta ciudad suda melodías después de haber festejado, con bocinazos, cerveza en altas dosis, banderas y remeras tricolores, la clasificación de la selección alemana a octavos de final. Acá también se vive el Mundial con pasión. Ya no hay gestos adustos, el horizonte ya no es negro: todos contentos. El sol de verano llegó para quedarse. El moderno edificio de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Leipzig comienza a desperezarse. En el tercer piso un afiche de Borges indica el camino hacia el recinto donde especialistas del mundo continuarán intercambiando figuritas sobre la poesía del autor de Fervor de Buenos Aires. Apenas aletea un viento silencioso. Hace calor. La genealogía de la imaginación de Ricardo Forster suministra una bocanada de aire en el río de la crítica académica. Se asiste a la cumbre de insospechada perfección. Borges y Walter Benjamin pudieron haber sido contemporáneos. Sus pasos pudieron haberse cruzado en aquella Suiza que los cobijó mientras Europa se desangraba en las trincheras de la Primera Guerra. “Sus lecturas urdieron una trama cosmopolita, sus ojos fatigaron, hacia todas las direcciones, la tradición de Occidente”, dice el filósofo. El tema de estas variaciones que involucran a estos gigantes del siglo XX es la ciudad como escritura y la pasión de la memoria.
Borges llegó a Suiza siguiendo los pasos de un padre destinado a la ceguera; Benjamin cruzó la frontera impulsado por sus convicciones pacifistas. “Ahora lo sabemos, pudieron haberse cruzado”, repasa Forster. “Uno vivió en Ginebra, la ciudad de Calvino y de Rousseau, y de las ideas revolucionarias; una ciudad para ser caminada por un adolescente hambriento de novedades, de saberes escondidos en viejas librerías, afiebrado por todo lo que se le ofrecía: los libros, las lenguas y las experimentaciones de los sentidos. El otro vivió en Berna, ciudad callada y bucólica, orgullosa de su provincianismo, lugar ideal para aquel que deseaba ‘salir’ de los tumultos del presente para sumergirse en las tradiciones del Romanticismo alemán.” El filósofo y ensayista rastrea las “asombrosas simetrías” entre B & B. “Ginebra fue la ciudad donde se topó con la obra de Schopenhauer, el filósofo de su vida”, recuerda. También el lugar donde el desciframiento del idioma de Lutero le abrió un mundo inmenso. Lo arrimó a Heine, a Rilke y a la extraña obra de Gustav Meyrink, especialmente a su Golem; le permitió incursionar en las tradiciones germánicas que acabarían conduciéndolo hacia otra de sus pasiones: la vieja literatura anglosajona y escandinava. Pero Ginebra fue, sobre todo, el descubrimiento de Walt Whitman, “descubrimiento casi casual en una librería de viejo que influyó en su obra poética y que lo acompañaría a lo largo de su vida”. Recorrer librerías para tropezarse con algún autor que luego sería esencial asemeja los destinos de Borges y el filósofo alemán. En Berna, Benjamin leyó con intensidad a Kant y discutió con Gershom Scholem sobre temas judaicos mientras proseguía sus investigaciones sobre los románticos alemanes. “Suiza significó un interregno, tomar distancia de sus padres, del militarismo germano, de una guerra despiadada que estaba destruyendo la utopía del sueño decimonónico; pero también supuso, a través de sus debates con Scholem, ahondar en sus inquietudes teológicas, en sus indagaciones lingüísticas y en lo que serían sus vagabundeos por la protohistoria de la modernidad”, subraya.
“La experiencia de Benjamin tiene que ver con el vagabundeo, con la transgresión de las barreras de la ciudad burguesa, con la libertad adolescente”, postula Forster. “En esas horas de ocio y extravío descubre los inagotables secretos de la ciudad.” El filósofo alemán dirá, con razón, que sólo se conoce una ciudad cuando se ha aprendido a perderse por sus calles; la metrópolis “como un manto velado que con paciencia puede ir descorriendo el caminante, pero también como experiencia anacronizante que conmueve al andar distraído de paseante que busca a su alrededor lo que ya dejó de existir”. El especialista plantea que “quien se ha perdido sabiamente en una ciudad es capaz de romper la monotonía de la sucesión temporal, de escaparle a esa forma mefistofélica de destrucción de la memoria que es el progreso”. La trama urbana, en el notable artificio forstesiano, es un jeroglífico que el caminante busca descifrar, espacio donde se mezclan las barajas de realidad y ficción, donde la escritura va encontrando su ritmo y sus temas.
Forster subraya que Borges ve a Buenos Aires con ojos antiguos. “Su visión no es contemporánea, se remonta a su infancia y a lo que vieron y vivieron sus antepasados. Regresa una y otra vez al Buenos Aires de Rosas, la ciudad baja, con patios y zaguanes, una ciudad todavía provinciana que no ha dejado de ser una gran aldea, con sus orilleros y sus márgenes abiertos a la inmensidad de la llanura y del desierto. Nos habla del Sur como si fuera el último resto de esa ciudad mítica desaparecida. El Sur vendría a ser el modesto centro secreto. Y su escritura persigue esas formas fantasmales que los ojos enceguecidos siguen vislumbrando en las calles de una ciudad metamorfoseada.” De esta perspectiva salió Fervor de Buenos Aires. “Hay una suerte de sacralización de la ciudad que se expresa en sus primeros libros. Al caminar la ciudad y describir literariamente esas experiencias y recuerdos de familia, Borges se aparta de toda exaltación del progreso”, advierte.
En sus caminatas parisinas, cuando conjugaba sus horas diurnas en la Bibliotheque National con el extravío nocturno, Benjamin hizo algo muy semejante a lo hecho por Borges: “buscaba en los restos, en los desperdicios del día, a la ciudad del siglo XIX. Los dos viven sus ciudades, Buenos Aires y París, desde la óptica del siglo XIX”. Para el filósofo alemán, París es Baudelaire, el flâneur, los boulevares abiertos por la sed modernizadora del barón Haussmann y las necesidades del poder burgués. Es la Exposición Mundial, las arcadas de acero y vidrio, los últimos restos de callejuelas medievales. Es, además, la ciudad de las barricadas y de Blanqui. “Acompañado del francés de Proust, trajinó las calles parisinas, se dejó llevar hacia otro escenario, captó los sonidos de una ciudad ya desaparecida; él también, como Borges, vivió otra ciudad, caminó por otras calles y se detuvo a escudriñar los objetos que lo remitían a ese mundo decimonónico fenecido como resultado de la extenuante realización de sus propios ideales de progreso”, reflexiona Forster.
“Benjamin recorrió la ciudad de Baudelaire para entender su propio tiempo; arqueologizó el siglo XIX, escarbó en los orígenes de lo moderno, para penetrar en los secretos de una época destinada al ocaso”. ¡Cuánto se parecen B & B por su pasión de caminantes, de paseantes de la memoria y su devoción hacia los libros y las bibliotecas! “Los dos recorrieron con entusiasmo los laberintos de la lengua, sintieron el latir de Dios en la sonoridad de las palabras”, añade.
Nunca se leyeron. Aunque Forster intuye que Borges quizá pudo haberse encontrado con algún texto de Benjamin que al final de los ’60 era conocido por sus amigos de la editorial Sur. “Son tantos los puntos en común que daría la impresión de que se leyeron, se conocieron en profundidad compartiendo caminatas por sus ciudades, conversando hasta el amanecer de sus libros amados, de la Cábala que conocieron por Scholem, de los secretos que esconde toda biblioteca, quizá de Shakespeare y los barrocos alemanes, los simbolistas franceses y de los libros de infancia, sin olvidar su inclinación por las novelas policiales y por el cine”, enumera el filósofo. Benjamin se hubiera sentido conmovido por “Deutsches Requiem” o por “El Aleph”, Borges hubiera leído fascinado las “Tesis de Filosofía de la Historia” o el ensayo sobre Kafka. ¿Cómo pasar por alto que los dos amaron al praguense y que ambos imaginaron que lo acompañaban en una caminata por el ghetto, tratando de seguirle la pista al Golem?
El espacio conspira contra el sutil montaje de Forster. “Borges encontró la universalidad desde los suburbios, habitando tozudamente en las fronteras del mundo, allí descubrió el cosmopolitismo de la cultura; Benjamin vivió escapando del centro, escribiendo póstumamente, desconocido y solitario, último representante de una época y una cultura lanzada hacia el precipicio de la barbarie.” Las asombrosas simetrías siguen. “Borges miró a través de los lentes de Buenos Aires los secretos de las lenguas de Occidente; Benjamin observó en los escombros de la modernidad su propia finitud. Borges murió en la ciudad donde transcurrió su adolescencia feliz, quiso poner distancia, alejarse de sus fantasmas y pesadillas. Benjamin vivió acosado por su fidelidad de escritor destemplado, incansable en su persistente extraterritorialidad. Quizá se supo póstumo –sugiere Forster–, por eso se ocupó de que su amigo Gershom Scholem mantuviera actualizadas copias de todos sus trabajos. Sabía que algún día, en otra encrucijada cultural, otros lectores, no sus contemporáneos, prestarían atención a sus ideas. Benjamin no veía una vida prolongada, la vejez no estaba en sus planes de fugitivo y de intelectual desarraigado. A él, como en un cuento de Borges, el destino lo esperaba en una frontera.
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