En la Casa Rosada usaba la mesa larga de reuniones, no el escritorio de la punta. Entonces extendía la mano derecha y la ponía perpendicular a la superficie, como si terminara de cortar algo, y bien cerquita del borde. “¿Ves?”, decía, y movía la mano para adelante y para atrás. “A la Argentina se la puede gobernar si uno se pone acá.” Y “acá” era, justamente, al filo.
–Pero en el borde, ¿eh? Si te pasás y te caés del borde, eso no es democracia. O te caíste solo y te quedaste sin la gente. Ahora, si no trabajás en el borde no hacés nada. En este país para que las cosas mejoren un poquito más, y para que vayan mejorando siempre, hay que aplicar la misma energía que poníamos cuando pensábamos que íbamos a hacer la revolución. Y después darle fuerte todos los días.
Néstor Kirchner, que murió ayer a los 60, le dio fuerte todos los días. Le gustaban las cosas concretas. Se ponía orgulloso cuando contaba que había sido intendente. Es verdad que cuando era Presidente andaba con un cuaderno. Un cuaderno piojoso lleno de números y siempre actualizado. Anotaba el índice de reservas o el crecimiento por sectores. Lo completaba con gráficos que leía y hacía leer a los demás. Cuando se le metía un tema en la cabeza lo machacaba ante cualquiera que entrase en ese despacho. Quizás fuera un ejercicio, porque después lo repetía y lo repetía en cuanto acto tuviera a mano. Una máquina de convencer.
No le gustaban las vacaciones ni el tiempo libre. Siempre prefería la política a cualquier otra cosa. Sus amigos más viejos cuentan que un día, cuando era gobernador, hasta le alquilaron una quinta para que descansara. El primer día apareció con unas ojotas impresentables y una malla vieja. El segundo día ya se había aburrido de descansar y estaba entregado a sus hábitos de siempre: el análisis de la relación de fuerzas, la hipótesis sobre cómo reaccionarían los demás ante una jugada, los escenarios del futuro.
–Acá lo que hay que tener es rumbo –decía–. De ahí no te movés. Y el resto lo vas viendo todos los días. Lo corregís.
Para imaginar a Kirchner diciendo estas frases se le puede agregar un “¿eh?” al final. A veces un poco de “che”.
Mientras fue Presidente su costumbre era resolver temas sin dilatarlos. Daba órdenes por teléfono y las terminaba igual: “¿Listo?”. Se reunía con todo el mundo y ese mundo se cruzaba en la sala grande del primer piso que está antes del despacho presidencial. Dirigentes políticos, legisladores, funcionarios, líderes sindicales, intendentes y pingüinos de vieja data se mezclaban en las esperas, a veces durante horas. De paso construían nuevas relaciones personas diversas que hasta ese momento de la vida no se habían imaginado juntas.
A todos les dijo, en algún instante, que no iba a ser candidato en el 2007. Nadie le creyó. Mal hecho: un costado sorprendente de Kirchner es que no mentía. Obviamente no contaba cada idea que le pasara por la cabeza ni secretos. En esos casos callaba. Pero nunca la vendía cambiada.
Cuando Cristina asumió la presidencia y después del paso fugaz por unas oficinas de Puerto Madero, Kirchner se recluyó en Olivos a trabajar en la articulación política. Era un negociador permanente que combinaba conflicto con acuerdo –a veces a tiempo, a veces no, como suele pasar en la vida– y no soportaba perder una cosa: el humor. Un atorrante cálido que siempre quería quedarse con la última palabra en el retruque y la gastada.
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