Por Eduardo Kragelund
A 24 meses de haber llegado a la Casa Blanca tras arrasar a los republicanos con el 65% de los votos, el electorado le quitó a Barack Obama el control de la Cámara de Representantes y lo dejó al borde de perder la mayoría en el Senado, infligiéndole una paliza difícil de comprender para los que vivimos fuera de los Estados Unidos.
Las reformas que permitieron que millones de estadounidenses estén amparados por un seguro de salud o que redujo el margen de Wall Street para estafar a los inversionistas no se tradujeron en sufragios. Tampoco importó que Obama haya frenado la caída en picada de la economía, la más profunda desde la gran recesión del ’29, que había generado el republicano George W. Bush. Los resultados de los comicios de mitad de mandato muestran a las claras que los logros no llegaron a compensar la creciente frustración y el descontento alimentado por motivos tan básicos como que uno de cada diez estadounidenses esté sin empleo –o sea, más de 20 millones de personas que integran la población económicamente activa– o que más de 2 millones de familias estén al borde de perder sus viviendas por no poder pagar las hipotecas.
Para la fantasía del estadounidense medio, los dos años transcurridos desde el triunfo demócrata deberían haber sido suficientes no sólo para frenar la debacle económica, sino para reanudar el crecimiento. En un análisis simplista que prende con llamativa facilidad, se pregunta por qué, en medio de la crisis, el Estado invierte miles de millones de dólares en salvar empresas, bancos e hipotecas o en promover programas sociales, como el de la salud, y aumenta los impuestos en lugar de reducirlos.
Para los sectores más progresistas, las críticas contra Obama son inversas. El gran error del presidente fue no haber defendido a capa y espada su programa de corte keynesiano, semejante al New Deal con el que su correligionario Franklin D. Roossevelt sacó a los Estados Unidos del crack de hace ocho décadas. Cuestionan que en lugar de hacer del gasto público un motor para que la economía se recupere, mediante inversiones en infraestructura y programas que permitan a la población soportar la crisis, recortó su plan a la medida de las negociaciones con los grupos financieros y políticos responsables de la crisis.
Sea cual sea el ángulo de análisis, el resultado es el mismo. Como pronosticó el premio Nobel de Economía Paul Krugman poco antes de los comicios, “la tragedia es que si los votantes castigan a los demócratas en realidad estarán votando para empeorar todavía más las cosas. Los resurgentes republicanos no han aprendido nada de la crisis, salvo que hacer todo lo que puedan para desautorizar a Obama es una estrategia política ganadora. Las reducciones impositivas y la desregulación siguen siendo el alfa y la omega de su visión económica”.
Con los resultados electorales a la vista, Obama quedó en una situación muy semejante a la que enfrentó Bill Clinton al perder también los comicios de la mitad de su primer mandato. Y todo hace pensar que adoptará la misma política del ex presidente. Es decir, se atrincherará en las reformas logradas, tratará de conceder lo menos posible en el recorte del déficit público y dejará que los republicanos aparezcan como los responsables de la parálisis que traerá aparejada el choque entre el Ejecutivo y el Parlamento. Llegado el caso, tendrá como recurso la débil mayoría que logró mantener en el Senado y, en última instancia, el veto.
Los republicanos, quienes ya no podrán mostrarse como las víctimas de un Parlamento con mayoría demócrata, deberán enfrentar a la vez a la novedosa estrella de estas elecciones: el Tea Party. El movimiento ultraderechista, que obtuvo resonantes victorias enarbolando los sentimientos más conservadores e individualistas de los estadounidenses, se convirtió en una suerte de Caballo de Troya dentro del Partido Republicano. Los líderes conservadores tradicionales temen que sus nuevos socios, verdaderos fanáticos del racismo, luchadores incansables contra todo lo que huela a homosexual y defensores a ultranza del libre mercado, polaricen el espectro político a tal extremo que terminen espantando a los sectores medios y más moderados que le arrebataron a Obama.
En suma, el presidente enfrenta un panorama incierto con miras a 2012. Para lograr su reelección tiene a favor, como lo tuvo Clinton, el desgaste que seguramente sufrirán los republicanos al intentar de satisfacer a una población harta de la crisis y que demanda hechos. También es probable que pueda contar con la lucha intestina que se desatará en el bando contrario cuando los fanáticos del Tea Party, respaldado por millones de votos, reclamen puestos y políticas. Pero aun así, los republicanos tratarán de mantenerlo contra las cuerdas. La pregunta es si, con los conservadores y la economía en contra, Obama tendrá la misma cintura política que Clinton para mantenerse en la Casa Blanca.<
No hay comentarios.:
Publicar un comentario