domingo, enero 30, 2011

Crisis alimentarias, contestación social y sustentabilidad del sistema


Es la Historia un eterno volver a empezar? Estamos, de hecho, ante la inminencia de lo que podría ser otra gran crisis alimentaria. El índice de precios de los alimentos de la FAO alcanzó su nivel más alto a finales de 2010. La sequía en Rusia y las restricciones a la exportación adoptadas por el gobierno, así como las cosechas inferiores a lo esperado en Estados Unidos y Europa y posteriormente en Australia y Argentina, fueron los factores desencadenantes de un proceso de aumento vertiginoso de los precios de los productos agrícolas en los mercados internacionales.

Ciertamente, la situación actual es diferente de la de 2007-2008, aunque los recientes fenómenos climáticos podrían reducir significativamente la producción agrícola de la próxima temporada. Los aumentos de precios afectan principalmente a los sectores del azúcar y las semillas oleaginosas y en menor medida al de los cereales, que suponen 46 por ciento del consumo de calorías a nivel mundial. Las existencias de cereales, que eran de 428 millones de toneladas en 2007-08, son actualmente de 525 millones de toneladas. No obstante, se hace gran uso de ellas para responder a la demanda. Además, los precios del petróleo se sitúan actualmente en torno a los 90 dólares estadunidenses por barril, en lugar de 140 dólares.

Sin duda el aumento y la volatilidad de los precios continuarán en los próximos años si no se abordan las causas estructurales del desequilibrio del sistema agrícola internacional. Seguimos reaccionando en el plano de los factores coyunturales y, por tanto, se sigue haciendo gestión de las crisis. Los problemas fundamentales se señalaron en 1996 y 2002 en las Cumbres Mundiales sobre la Alimentación de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). En ambas ocasiones se recordó especialmente a las más altas autoridades del mundo el incumplimiento de los compromisos adquiridos. Si se mantienen las tendencias actuales, el objetivo fijado por los líderes mundiales de reducir a la mitad el número de personas que tienen hambre en el mundo para 2015 sólo se alcanzará en 2150.

A pesar de las advertencias del Sistema Mundial de Información y Alerta de la FAO y de las transmitidas a través de los medios de comunicación, no ha habido ningún cambio decisivo de política desde 1996. Sin embargo, aún hoy en día, casi mil millones de personas padecen hambre en el mundo.

Tenemos que recordar con firmeza las condiciones de un suministro suficiente de alimentos para una población que no deja de crecer y necesitará, en el curso de los próximos cuarenta años, un aumento de 70 por ciento de la producción agrícola en el mundo y de 100 por ciento en los países en desarrollo.

Ante todo tenemos la cuestión de la inversión: la participación de la agricultura en la asistencia oficial para el desarrollo (AOD) se redujo de 19 por ciento en 1980 a 3 por ciento en 2006 y ahora se sitúa en torno a 5 por ciento; debería alcanzar los 44 mil millones de dólares por año y volver al nivel inicial que permitió, en el decenio de 1970, evitar la hambruna en Asia y América Latina. Los gastos presupuestarios destinados a la agricultura en países de bajos ingresos y con déficit de alimentos representan alrededor de 5 por ciento cuando deberían alcanzar un mínimo de 10 por ciento; por último, la inversión privada nacional y extranjera, cercana a los 140 mil millones de dólares anuales, debería ascender a 200 mil millones de dólares. Estas cifras deben compararse con los gastos anuales en armamento, que se elevan a un billón (un millón de millones) y medio de dólares.

A continuación tenemos el comercio internacional de productos agrícolas, que no es ni libre ni justo. Los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) proporcionan un apoyo equivalente a unos 365 mil millones de dólares anuales a sus agricultores, mientras que las subvenciones y protecciones arancelarias a favor de los biocombustibles tienen el efecto de desviar unos 120 millones de toneladas de cereales del consumo humano al sector del transporte. Las medidas sanitarias y fitosanitarias unilaterales, así como los obstáculos técnicos al comercio, suponen un freno para las exportaciones y, en particular, para los países en desarrollo.

Por último, tenemos la especulación exacerbada por las medidas de liberalización de los mercados de futuros de productos agrícolas en un contexto de crisis económica y financiera. Estas nuevas condiciones han permitido la transformación de los instrumentos de arbitraje del riesgo en productos financieros especulativos que sustituyen a otras inversiones menos rentables.

La solución al problema del hambre y la inseguridad alimentaria en el mundo pasa, por tanto, por la coordinación eficaz de las decisiones, que deberían abarcar tanto la inversión como el comercio agrícola internacional y los mercados financieros. En un contexto climático aleatorio marcado por las inundaciones y las sequías, es necesario poder financiar las pequeñas obras de control del agua, los medios de almacenamiento en el ámbito local y las carreteras rurales, así como los puertos pesqueros y los mataderos, etcétera. Sólo de esta manera será posible dar seguridad a la producción de alimentos y mejorar la productividad y la competitividad de los pequeños agricultores con el fin de disminuir los precios al consumo y aumentar los ingresos de las poblaciones rurales, las cuales representan 70 por ciento de los pobres del mundo. Además, se debe llegar a un consenso en las negociaciones ya demasiado largas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) para poner fin a la distorsión de los mercados y a las medidas comerciales restrictivas para el comercio que agravan los desequilibrios entre la oferta y la demanda. Por último, es urgente la introducción de nuevas medidas de transparencia y reglamentación para hacer frente a la especulación en los mercados de futuros de productos agrícolas.

La aplicación de estas políticas a nivel mundial debe basarse en el respeto de los compromisos asumidos por los países desarrollados, especialmente durante las Cumbres del Grupo de los 8 en Gleneagles y L’Aquila, y del Grupo de los 20 en Pittsburgh. Los países en desarrollo también deben aumentar la cuota de asignaciones para la agricultura en sus presupuestos nacionales. La inversión extranjera directa del sector privado se debe hacer en condiciones que garanticen, en particular gracias a un código internacional de conducta, una distribución equitativa de los beneficios entre los diferentes actores.

La gestión de crisis es indispensable y es buena, pero su prevención es mejor. Sin decisiones de naturaleza estructural a largo plazo con la voluntad política y los recursos financieros necesarios para su aplicación, la inseguridad alimentaria se mantendrá con una sucesión de crisis que tendrán graves consecuencias para las poblaciones más pobres. Ello dará lugar a inestabilidad política en los países y amenazará la paz y la seguridad del mundo. Los discursos y las promesas de las grandes reuniones internacionales, si no van seguidos de hechos, no hacen sino aumentar la frustración y las rebeliones. Es hora de adoptar y aplicar políticas que permitan que todos los agricultores del mundo, tanto de los países en desarrollo como de países desarrollados, dispongan de ingresos decentes mediante mecanismos que no creen distorsiones del mercado. Estos hombres, estas mujeres y estos jóvenes tienen que poder seguir trabajando en condiciones dignas para alimentar a un planeta que pasará de los 6 mil 900 millones de habitantes actuales a 9 mil 100 millones en 2050.

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