Por Ignacio Fidanza
La sociedad argentina está ingresando a los codazos, en un debate medular. Bajo el fuego intenso de las transmisiones “en vivo” de los canales de noticias que agitan tomas de tierras, cortes de calles o vías de trenes, lo que empieza a discutirse es la esencia misma del sistema democrático: ¿Hasta donde habilitamos el uso de la fuerza punitiva sobre los ciudadanos para garantizar el orden? O dicho de otra manera: ¿Cuál es el límite de la tolerancia social?
Como en tantos otros debates centrales que merodea la Argentina, lo primero que se imponen son los eslóganes reduccionistas. Lo importante es tranquilizar a las conciencias con respuestas de rápida digestión. Y los medios ponen su mejores energías en simplificar lo complejo. “¿Se viene la favelización?”, anunciaban por ejemplo como eje de debate, conductores periodísticos con título universitario.
Nada más sencillo que agitar el miedo de las masas para lograr la cohesión detrás del líder que se propone como “solución”, siempre de la mano de un discurso que no negocia, ni se modera, y apela a imperativos inflexibles, como en este caso podría ser “el respeto de la ley”.
Por supuesto que se trata de una falacia impracticable ¿Pero quién tiene el tiempo de contrastar las declamaciones con los datos duros de la realidad? Un ejemplo acaso sirva para aclarar el punto. El macrismo hizo de la lucha contra los denominados “trapitos”, un eje de su bandera por la “recuperación” de un orden extraviado en el libertinaje kirchnerista.
La regulación de esa conducta está habilitada por el artículo 79 del Código Contravencional de la Ciudad de Buenos Aires. Es decir, es competencia originaria del gobierno porteño y su Policía Metropolitana. Un muy interesante trabajo del diputado Rafael Gentilli reveló que en el mes de Septiembre, en base a las propias estadísticas del gobierno macrista, la Policía Metropolitana intervino sólo en dos casos de cuidacoches no autorizados.
Las últimas estadísticas oficiales conocidas, indican que en la Ciudad de Buenos Aires se comete un promedio de 600 delitos penales por día y 114 contravenciones. La Policía Metropolitana intervino también en Septiembre, en 21 delitos y 50 contravenciones.
Se podría conceder que no es mucho lo que puede hacer una fuerza de 1800 efectivos. Pero que en el transcurso de un mes sólo se haya actuado contra dos “trapitos”, revela la enorme distancia que hay entre el discurso y la acción, aún entre aquellos que se proponen como paradigmas del orden.
Y ese es uno de los problemas que con un poco de buena voluntad de los operadores políticos, policiales y judiciales, la sociedad podría discutir y acaso sacar alguna conclusión interesante.
El drama central de la problemática sobre la “inseguridad” es que está cruzada de afirmaciones cuyo objetivo no es analizar el problema sino sumar votos. Distorsión electoralista que empasta la búsqueda de soluciones.
Varios problemas enlazados
Pero como si este escenario no fuera ya complicado de abordar, la situación actual escaló a un nivel de complejidad que incluso buena parte de la dirigencia política –no ya los ciudadanos de a pie- apenas alcanza a vislumbrar. Es que al problema de la inseguridad se montó el conflicto social, los desacoples que genera una economía creciendo al 9 por ciento pero con más de un 20 por ciento de inflación, y la natural presión por conseguir la vivienda propia, de gente que ya superó el umbral mínimo de garantizarse la comida diaria.
Ingredientes que se funden con los intereses que aprovechan la burbuja inmobiliaria que llevó al metro cuadrado porteño a un valor que supera los 1.200 dólares para hacer negocios particulares con las tomas, y la falta no ya de control, sino de simple conocimiento de lo que hacen las estructuras policiales en el terreno.
Es decir, la realidad decidió mezclar las discusiones de política de seguridad, reforma policial, vivienda, contención social y modelo económico, entre otras. Lo natural sería tomar el desafío con calma, para ir desbrozando sus ingredientes y sobre todo midiendo con prudencia su interrelación y los posibles efectos que las distintas intervenciones del Estado provocarán.
Es decir hace falta tiempo y paciencia, única vía conocida para abordar de manera democrática problemas complejos. Frente a este desafío incómodo, se erige el discurso que propone la solución mágica de forzar el cumplimiento de la ley. Se trata de una idea poderosa porque resuelve de un plumazo la inquietante complejidad.
Pero como todas las simplificaciones, es una moneda falsa. Como se sabe no existe eso conocido como “la ley”. Lo que hay es un conjunto de normas en permanente evolución y es la intervención de la realidad la que por las buenas o las malas, fuerza esas modificaciones. Relación dialéctica entre el derecho y los hechos. Es decir, lo que se conoce como “la ley” es mas bien una esponja agujereada – a la que se le puede inyectar más o menos agua, penalidades- que un diamante inalterable.
Y está bien que sea así, porque las sociedades mutan. Dicho de otra manera, no es una buena idea convertir todo problema en delito. De hecho, está comprobado que criminalizar más conductas, lejos está de atenuar el fenómeno de la “inseguridad”.
La pregunta ya se la hizo el provocador criminalista noruego Nils Christie: “¿Cuánto es una sensata cantidad de delito?”. Es un interrogante que se hacen todas las sociedades en todos los momentos. La definición de lo punible es como un río fluyendo, o mejor, como transitar a las cinco de la tarde por avenida Córdoba. Una sucesión de embotellamientos, avances y fastidios.
El tanteo de una nueva doctrina en seguridad
De ahí la riqueza profunda del momento actual, que no es lo mismo que decir que son igualmente valiosos y apasionantes los aportes que hacen los protagonistas del debate público. La pobreza de muchos de los argumentos que se escuchan en los últimos días, también es un signo de la decadencia intelectual de la clase dirigente.
Y es en ese desierto donde se valorizan algunas intenciones de la Presidenta. Es evidente que está tanteando sobre el aire la construcción de un nuevo paradigma, con un evidente costo electoral y a puro riesgo. Pero es esa textura abierta de la política que intenta desplegarse lo que contribuye a la riqueza del momento. ES evidente que se ha decidido abordar de manera creativa, un problema para el que las recetas conocidas no han ofrecido soluciones. Acaso, la única respuesta sensata.
Es que la represión inmediata de todos los micro conflictos que tensan la piel de la Capital y el Conurbano, no es una respuesta posible. El resultado es conocido y hay ejemplos todavía frescos. El discurso de la inflexibilidad sostiene: “Se alientan nuevos desórdenes si se toleran los actuales, hay que reprimir y entonces el mensaje será claro y se terminará con el efecto contagio”.
La trampa está en la frase que agregan al final, pequeño remix que ofrendan a las tres décadas de democracia: “Hay que reprimir sin muertos”. Que es como decir, soltemos los leones, pero que no se coman a la gente. Se puede conceder que acaso sea posible convertir a leones, en perros policías entrenados para atacar sin matar. El pequeño detalle es que hay que trabajar para lograrlo, ANTES, de soltarlos.
En caso contrario lo que estaría haciendo el gobierno es edificar su propia destitución. Porque la historia reciente demuestra que ante represiones descontroladas, el conflicto escala y el gobierno tiembla. Nunca se produjo ese efecto intimidatorio que proclaman los partidarios del orden.
No hay que ir muy lejos. Basta recordar el 2001 de Fernando de la Rúa y el caso de Kostecki y Santillán de Eduardo Duhalde. Hubo represión feroz y luego más conflicto social y crisis política aguda.
Lo que lleva a preguntarse: ¿Qué orden defienden los partidarios del orden? Porque si para evitar un corte de calle de unas horas hay que poner en riesgo el Gobierno: ¿Qué valores hay detrás de esa escala de prioridades?
En los meses previos al golpe de 1976 también descollaba el discurso del orden. Y lo que vino después no fue respeto a la ley, sino el más primitivo de los acuerdos sociales: la autoridad del más fuerte ¿O acaso violar, matar y robar, secuestrar niños y torturar, no es una violación a las normas legales? ¿Cuál fue el costo de “recuperar” el orden en el espacio público?
El gobierno nacional ensayó su nueva doctrina con la intervención policial en Constitución. No hubo muertos y en menos de 12 horas se controló la zona y el ferrocarril volvió a funcionar ¿Las pérdidas? Algunos locales destrozados y miles de personas que tardaron horas para regresar a su casa. Es decir, daños materiales y fastidio justificado. Nada irreparable.
Es también un mensaje muy potente lograr orden sin poner en riesgo vidas ni gobiernos. Claro que no es sencillo lograrlo, como casi todas las cosas que valen la pena.
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