Hay un reclamo de la opinión pública acerca de la necesidad de construir un consenso para resolver los principales problemas de política económica, como retenciones, tipo de cambio, régimen impositivo, coparticipación federal de los recursos fiscales, régimen previsional, financiamiento del desarrollo, relaciones con el FMI y los mercados de capitales.
El consenso sobre estas cuestiones es necesario pero sólo posible si se basa en un acuerdo "a la Moncloa" acerca de la estructura económica necesaria para el desarrollo del país y su inserción dinámica en el orden mundial.
Durante la etapa de la economía primaria exportadora hasta su conclusión con la crisis de la década de 1930 existió un consenso hegemónico según el cual, la base productiva y el vínculo con la división internacional del trabajo se apoyaba en el sector agropecuario.
En ese entonces, el debate económico se refería a la distribución de la riqueza y el ingreso, no a la estructura productiva. No es casual que el período más prolongado de estabilidad institucional y ausencia de repetidos cataclismos económicos, de nuestra historia, abarcara, precisamente, esa etapa, desde la presidencia de Mitre hasta el derrocamiento de Yrigoyen.
Desde entonces hasta la actualidad no se logró establecer un acuerdo definitivo acerca de si es viable una estructura productiva y un posicionamiento internacional fundado en la actividad primaria (la Argentina “granero del mundo”) o, en cambio, que para el desarrollo sustentable con equidad, es preciso formar una economía industrial, integrada y abierta, con recursos naturales importantísimos, capital humano de primer nivel y voluntad de construir en forma inclusiva.
Desde mediados de la década de 1970, en el marco del despliegue de la globalización financiera a escala planetaria, el viejo modelo primario exportador (al fin y al cabo productivista), fundado en la especialización en la producción rural, dio lugar a una nueva visión del país periférico centrada en la dimensión financiera. Esta intromisión especulativa en el modelo liberal configuró el paradigma “neoliberal”.
Desde la década de 1930 en adelante faltó, en la base productiva, una estructura dominante, rural o industrial y, se dio menos aún una estructura integrada agro-industrial como es necesario. Esta ausencia encuadró la puja distributiva entre ambos sectores, y con el resto de la sociedad imprimió una fuerte inestabilidad en el sistema y, sobre todo, provocó su vulnerabilidad a la especulación financiera, que castigó al campo y a la industria.
De este modo, tanto bajo los regímenes de facto como en los constitucionales, la política económica reflejó cambios de orientación.
Esos cambios drásticos de rumbo se sustentaron en alianzas que resultaron transitorias, como la “nacional” del primer peronismo (1946-55) y la “neoliberal” instalada, en la década del ’90, bajo el menemismo. El resultado fue la frustración del desarrollo y la extrema volatilidad e inestabilidad de la economía argentina.
La ausencia de una estructura económica consolidada y, por lo tanto, de un sistema de poder capaz de fundar un consenso hegemónico sobre la orientación a seguir, imprime a la política argentina un fuerte potencial de cambiar el rumbo y afectar la distribución de la riqueza. Situación que no es observable en países con regímenes más sólidos, en los cuales, la estructura necesaria, para la gestión del conocimiento y el desarrollo, está fuera de discusión.
En los mismos, los cambios, producidos por los resultados electorales, imprimen sólo desvíos moderados en las grandes orientaciones de la estrategia económica. Todos los países desarrollados y los emergentes son ejemplos en tal sentido. Entre nuestros vecinos, Brasil y Chile también lo son.
En la Argentina, en cambio, antes, los golpes de Estado, y ahora, los resultados de las elecciones, tienen un fuerte potencial transformador pero, también, de generar inestabilidad y la ilusión de que siempre es posible empezar de nuevo y cambiar todo.
Actualmente, a diferencia de la situación pre 1930, el diferendo fundamental no se refiere a la distribución del ingreso y al problema de la pobreza. La protesta conservadora sobre estas cuestiones es tanto o más estridente que la progresista. El problema es la falta de un consenso dominante sobre la estructura productiva necesaria y posible y se expresa, principalmente, en tres cuestiones fundamentales: la relación campo-industria, el papel del Estado y las relaciones con el resto del mundo.
El conflicto del campo con el gobierno volvió a reavivar el debate entre el proyecto integrador y la visión país granero del mundo.
El mayor obstáculo para generar el consenso hegemónico necesario y posible no radica en la gravitación de los intereses neoliberales ni en las restricciones externas.
El problema de fondo es político y radica en la división de los sectores y actores sociales creadores de riqueza, es decir, la división de las aguas dentro del mismo campo de los intereses nacionales.
El mantenimiento de algunas tendencias actuales amenaza con restablecer la vulnerabilidad externa y, a partir de allí, fortalecer la prédica ortodoxa de volver a recurrir a la ayuda internacional, para cerrar la brecha en los pagos externos y recuperar la “confianza”.
Éste sería el punto de partida del regreso al “modelo” neoliberal.
Es clave ponernos de acuerdo en el papel del Estado, la aplicación de los recursos del sistema de previsión social y la confiabilidad de las estadísticas oficiales. La insuficiente claridad en el tratamiento de los problemas genera antagonismos entre protagonistas que tienen coincidencias en sus intereses fundamentales.
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