por Alejandro Grimson
(Por Alejandro Grimson*, El Dipló)
Los resultados de las primarias de agosto se explican por la mala lectura del kirchnerismo de su apabullante victoria del 2011, interpretada como un respaldo absoluto cuando en verdad se trataba de un apoyo heterogéneo y condicionado. En este marco, recuperar la capacidad de construcción hegemónica es crucial para el gobierno.
a más indigente de las teorías políticas es aquella que presupone que los jugadores son perfectos. Desde esa perspectiva, los actos de cada participante del juego son pensados como si fueran la mejor de todas las estrategias posibles, como si cada político fuera la máquina que pudo ganarle a Kasparov. Las decisiones más llamativas y extrañas son justificadas, y aquellas que desnudan una inhabilidad notoria son adjudicadas a motivos secretos y a conspiraciones que no están al alcance de la gente de a pie. Cuando actores importantes cometen errores evidentes se escuchan nuevas adhesiones a la teoría de los jugadores perfectos, que llevan a malabarismos intelectuales y contradicciones flagrantes: en pocos minutos el pueblo se convertirá de agente de la liberación nacional en retrógrado, mientras que las corporaciones, que antes eran pasibles de ser enfrentadas y derrotadas, pasan a ser todopoderosas.
¿Cuál es el talón de Aquiles de los jugadores de la política? ¿Cuál es la dimensión que resulta más difícil de visualizar? Claramente es, al menos en el caso argentino, el tiempo: el hecho de que las cosas serán necesariamente diferentes mañana y que nadie sabe cómo serán.
Hay historiadores a los que les gusta jugar: se preguntan, por ejemplo, qué hubiera sucedido si el 17 de octubre de 1945 hubiese habido represión policial o si Hitler no hubiese invadido la Unión Soviética. En base a un conocimiento detallado del resto de los hechos, la historia contrafáctica busca reconstruir, hasta donde es posible, aquello que no sucedió. En la política argentina de las últimas décadas, por ejemplo, muchos se preguntan qué hubiera sucedido si Chacho Álvarez no hubiera aceptado conformar la Alianza con el radicalismo en 1998.
En este sentido, el triunfo del kirchnerismo con el 54% de los votos en las elecciones de 2011 resultó paradójico: la amplitud de la distancia respecto del resto de las fuerzas políticas habilitó una interpretación parcial y a la postre equivocada de lo que había sucedido. La legitimidad de origen fue tan abrumadora que dejó en un segundo plano un aspecto que había caracterizado momentos decisivos del oficialismo desde su llegada al poder en mayo de 2003: la construcción cotidiana de hegemonía. En efecto, cuando Néstor Kirchner asumió con apenas el 22% de los votos o cuando Cristina Fernández vio sacudido su apoyo social en 2009 toda su potencia política estuvo orientada a la construcción de hegemonía a partir de las leyes propuestas, de las políticas desplegadas y de la propia gestión de gobierno.
Por supuesto, ni siquiera frente a una legitimidad electoral tan apabullante dejan de existir otros jugadores, poderes, corporaciones, políticos. Del mismo modo, nada podía haber incidido en la dinámica de la crisis económica internacional. Esos y otros elementos deberán ser tenidos en consideración a la hora de describir la historia contrafáctica acerca de qué hubiese sucedido si el kirchnerismo hubiese interpretado de modo diferente la elección de 2011, si hubiese tenido en cuenta la dimensión de la temporalidad política en base a la idea de que había ganado una plataforma extraordinaria, pero que en el mediano plazo nada podía asegurar que la conservaría.
El hecho social, el dato insoslayable, es que varias de las orientaciones políticas de los últimos dos años fueron generando una creciente distancia entre el gobierno y una parte de sus votantes, al tiempo que algunos de sus principales discursos parecían más destinados a fortalecer el vínculo con sus propios seguidores que a convencer a aquellos que se iban ubicando en una posición crecientemente dubitativa.
Posibles explicaciones
Descartar las explicaciones simplistas es necesario para comprender la situación actual. Más allá del carácter legislativo de las elecciones de octubre, el resultado de las PASO, desfavorable al kirchnerismo, está a la vista, y en este sentido el mayor error político sería construir argumentos ad hoc para minimizarlo.
¿Cómo se explica la pérdida de votos? Nunca falta quien aplique la ley economicista según la cual el apoyo al gobierno es directamente proporcional a las tasas de crecimiento económico. El pronóstico economicista afirmaba que al kirchnerismo le iría mejor en la PASO de agosto que en los comicios de 2009. El problema de este tipo de modelos predictivos es que no todas las sociedades le asignan la misma importancia a la economía, los derechos humanos, las instituciones, la transparencia o el relato épico. Es más: la misma sociedad valora esos elementos de manera diferente en tiempos distintos.
Otras explicaciones, basadas en el poder de los medios o de las corporaciones, ignoran el pequeño detalle de que en 2011 ese poder era idéntico al de 2013, lo que no impidió que el gobierno obtuviera un triunfo rotundo. Por último, una interpretación que circuló con fuerza afirma que la sociedad ha girado a la derecha, lectura basada en las ideologías presuntas de los candidatos más votados.
Pero la clave está en otro lugar. El principal motivo de la erosión oficialista es la interpretación equivocada que se realizó del 54% logrado en 2011. Para construir estrategias políticas adecuadas es imprescindible no sólo entender por qué ciertos sectores votan a los adversarios; también es crucial comprender los motivos por los cuales apoyan a la propia fuerza. En este sentido, cuando un político reúne millones de votos debe presumirse que logró sintetizar motivos heterogéneos. Y en este sentido hay un dato sencillo: en aquel 54% estaban Massa, Moyano y una parte del peronismo disidente. El 54% expresaba un apoyo heterogéneo que se tendió a leer como un festejo incondicional. En la medida en que el gobierno creyó que tenía el respaldo asegurado, fue menos sensible a escuchar opiniones y críticas de diversos sectores. Pero registrar esas críticas y responder de modo adecuado es una condición sine qua non de la construcción de hegemonía.
La clase media y la sintonía fina
Lo que se expresó en las PASO y probablemente se expresará en octubre es básicamente un cambio de expectativas de la sociedad. Quien no lea ese cambio, antes y después de las elecciones, contribuirá al ruido y a la sensación de confusión que sobrevuela el clima cultural argentino. El cambio puede sintetizarse en que la comparación con los noventa ya no es una matriz de lectura suficiente para la sociedad. Los procesos de movilidad social ascendente modifican expectativas y demandas, y la insistencia en esa comparación puede producir el sentido de quitarles peso a esas expectativas. Lo cual, a su vez, desdibuja la construcción de un horizonte de futuro. Y la disputa por el voto implica siempre una construcción de futuro.
Si hay un punto ciego de esta grieta, éste se condensa en el término “clases medias”. Se ha escuchado a dirigentes oficialistas referirse a las clases medias aludiendo a la Recoleta o a los manifestantes que se reunían a cacerolear en la esquina de Santa Fe y Callao, pero los estudios indican que se trata de un universo mucho más amplio: una encuesta realizada en el Área Metropolitana de Buenos Aires encontró que el 78% de los consultados se considera a sí mismo como parte de las clases medias (1). Así, mientras en una interpretación tradicional, ajustada a una realidad de otra época, las clases medias se definían en contraste con los trabajadores, actualmente la mayoría de la población la define por dos contrastes: con los millonarios y los pobres. En efecto, si el 78% se considera como parte de las clases medias es evidente que la mayoría de los trabajadores se ubican en ese lugar. ¿Cómo es posible? Probablemente algunos signos del lenguaje social distingan a las personas de uno y otro sector social. Un hijo en la universidad, una casita, un autito o quizás hasta una motito pueden, a los ojos de muchos, hacer que una persona ya no se considere pobre. De hecho, la encuesta incluyó a un 20% que se autodefine como perteneciente a la “clase media baja”. Pero clase media al fin.
Si hemos superado aquella predicción recurrente de los 80 y 90 que indicaba que la clase media estaba en proceso de desaparición, evidentemente es resultado de los logros importantes de estos años. Resulta paradójico entonces que quien motorizó esos cambios no incorpore en el análisis las consecuencias de sus propias políticas. La sintonía fina, esencial para corregir la estrategia, refiere a poder escuchar sin interferencias y hacerse entender. En los últimos dos años, sin embargo, las dificultades para escuchar diferentes planteos fueron abonando el terreno político de paradojas: cuando el antikirchnerismo visceral no tenía forma de articularse encontró en el rechazo a la re-reelección un único punto de reunión. En este marco, parte del oficialismo consideró que abandonar explícitamente el proyecto implicaba abrir la interna de la sucesión, aunque las encuestas indicaban que sectores cercanos al Frente para la Victoria no apoyarían una reforma de la Constitución. Así las cosas, la re-reelección podía resultar útil para postergar disputas internas al tiempo que erosionaba el capital político del gobierno.
En cualquier caso, no parece haber habido un análisis cuidadoso de los tiempos políticos, en el sentido de que no era necesario estirar la idea de la re-reelección al punto de que cayera por el simple efecto del resultado electoral. Pero hubo otras paradojas: el oficialismo, por ejemplo, impulsó la elección por voto directo de los miembros del Consejo de la Magistratura. Si la Corte no la hubiera declarado inconstitucional y si las distintas fuerzas anti-kirchneristas, que denunciaron el proyecto como un atentado a la democracia, hubiesen presentado una única lista, probablemente el organismo hubiese quedado bajo control opositor a partir de diciembre de este año.
El problema de la interpretación se encuentra en el corazón de las tensiones políticas actuales. En nuestro mundo político se ha impuesto la teoría de que las interpretaciones producen realidad. Esto puede derivar no sólo en graves errores, sino que puede convertirse en una fábrica de enormes frustraciones. Suele creerse, por ejemplo, que si se afirma con suficiente contundencia que un candidato ganará una elección eso lo favorecerá, o que si se insiste con que la economía está sólida –o débil– eso fortalecerá –o debilitará– a la economía. Y aunque por supuesto es cierto que si se produce confianza o desconfianza eso tendrá un efecto sobre la realidad, la sociedad nunca es tan ingenua como para creer literalmente en las intervenciones de economistas o funcionarios sin considerar otros indicios. Un ejemplo: si el ministro de Economía no para de vociferar que “el que apuesta al dólar pierde” mientras que la realidad apunta exactamente en dirección contraria, se produce entonces “la paradoja de Sigaut”: la interpretación inverosímil del ministro termina alimentando la corrida cambiaria.
Néstor Kirchner lo había entendido bien: cuando Argentina se encontraba todavía en situación de crisis afirmaba “estamos en el infierno”, y al hacerlo sintonizaba con una sociedad acostumbrada a que las máximas autoridades digan que no hay graves problemas. A veces, claro, es muy difícil, o incluso imposible, resolver en el corto plazo ciertos problemas, pero es necesario no agravarlos a través de su negación. En este sentido, el catastrofismo visceral siempre resultó funcional a un kirchnerismo que logró mantener la gobernabilidad. Pero no todas las críticas, ni siquiera la mayoría, y menos aun las surgidas de las propias filas, están orientadas a alimentar la catástrofe. Algunos análisis suelen señalar que los gobiernos, en la medida en que consiguieron éxitos, tienden a cerrarse a los cuestionamientos. Pero en política no hay inexorables y, por otra parte, hay que llamar la atención sobre las consecuencias reales de ese fenómeno.
Lo esencial
Reconocer un problema no es de derecha ni de izquierda; es una condición de la sintonía fina. La ideología se juega en el lugar que cada problema ocupa en la agenda y en las propuestas para resolverlo. Detectar los problemas y separar lo esencial de los errores y los efectos no deseados es crucial para el gobierno. Negarlos, en cambio, sólo contribuirá a alimentar el malestar social. Hay inflación, es un hecho y negarla sólo produce el efecto de distancia con la población. Que su solución sea compleja si se pretende evitar el clásico ajuste no implica que deba minimizarse el problema. Otro ejemplo: Argentina nunca logrará desarrollarse con una fuga de dólares como la de las últimas décadas, por lo cual una regulación del Estado en esta materia es imprescindible. Pero la forma en que se administra la venta de dólares genera una irritación adicional e innecesaria en la población. Otro ejemplo: la solvencia fiscal es crucial para un Estado activo, pero la ausencia de una legislación impositiva progresiva afecta la legitimidad de la recaudación. Al final, el debate público termina centrándose más en el impuesto a las ganancias que en el IVA.
En fin, inmediatamente después de las PASO el gobierno buscó retomar la iniciativa mediante una serie de reuniones con empresarios y sindicalistas y anunció cambios sustanciales en el impuesto a las ganancias y el monotributo que produjeron un fuerte impacto político. Además, la grave amenaza que se cierne sobre el país por los fallos de las cortes estadounidenses genera incluso el apoyo de sectores de la oposición. En ese contexto, ¿es el momento más adecuado para debatir, por ejemplo, sobre el uso de un galpón en Aeroparque?
Aunque las ciencias sociales han desterrado las metáforas biológicas hace mucho tiempo, se escucha con insistencia hablar del “ADN del kirchnerismo”. Sus cosas buenas y malas se explicarían, desde este punto de vista, por sus genes. Pero si analizamos la última década encontramos continuidades y características comunes tanto como cambios y redefiniciones. Nadie se mantiene una década en el poder sin modificar sus estrategias. A la vez, podremos ver diferentes sectores que, acordando con el núcleo central de las políticas oficiales, se distinguen en el énfasis, las estrategias y los estilos. Cada vez se hace más evidente que resulta apropiado hablar de los kirchnerismos, en plural.
En este sentido, buena parte del futuro depende de cómo el propio kirchnerismo entienda su lugar en el juego y su capacidad de construcción hegemónica. Decíamos al inicio que los actores políticos no siempre se destacan en el manejo del tiempo, y en este sentido los resultados de las elecciones de octubre serán leídos como un pronóstico de los comicios presidenciales del 2015. Desde luego, no caben dudas de que una elección configura un mapa relevante. Pero los pronósticos se ofrecen por doquier, a los precios más variados: ¿o acaso las elecciones de 1987 permitían pronosticar el ascenso de Menem o las del 2001 el de Kirchner? ¿Alguien hubiera previsto en el 2009 la victoria de Cristina en el 2011? Leer adecuadamente un resultado electoral implica no sólo preguntarse por el mapa sino también por los posibles caminos que cada uno de los protagonistas recorrerá en los dos años sucesivos. Insistamos: un jugador no necesariamente hará las mejores jugadas, y si queda alguna duda alcanza con mirar la trayectoria de Francisco de Narváez.
* Antropólogo.
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