Por Alan Wolfe
Las sociedades occidentales cuentan con toda una historia de teorías liberales respecto de si se debe regular la economía y, en caso afirmativo, cómo. Pero en materia de inmigración la tradición liberal no les sirve de mucho. De ahí que tanto en Europa como en Estados Unidos las opiniones no liberales dominen gran parte del debate en torno de la inmigración. Los más insistentes son los políticos que prometen proteger la integridad cultural de la patria contra la presunta degeneración de lo extranjero.
La xenofobia es una reacción no liberal, derechista, frente a la inmigración. El multiculturalismo, en gran medida, viene a ser su versión izquierdista. Muchos teóricos multiculturalistas, si bien están comprometidos con la apertura hacia los inmigrantes, no lo están con la apertura de éstos hacia su nuevo país de residencia. Para ellos, los recién llegados viven en un ambiente hostil a su estilo de vida y, por ende, necesitan preservar los usos culturales que trajeron consigo, aun cuando algunos de ellos (los matrimonios concertados, la segregación por género, el adoctrinamiento religioso, entre otros) sean contrarios a los principios liberales. En la contabilidad moral de no pocos multiculturalistas, la supervivencia del grupo importa más que los derechos del individuo.
¿Cómo podemos mantener el compromiso con la apertura al encarar la enfadosa cuestión de las fronteras nacionales? Una respuesta sería admitir que el cosmopolitismo es una calle de doble mano. Immanuel Kant nos enseña que siempre debemos juzgar nuestras circunstancias comparándolas con aquellas en que podríamos habernos hallado de no ser por el azar.
Desde esta perspectiva, es injusto que aquel a quien le toque en suerte nacer en Estados Unidos probablemente viva más años y mejor que el nacido en Kenya. Esto no significa que Estados Unidos deba abrir sus fronteras a todos cuantos vengan de Kenya. Pero sí significa que un neoyorquino debería reconocer que cualquier ventaja que él pudiera tener sobre alguien nacido en Nairobi se debe a la casualidad, más que al mérito. Desde el punto de vista del cosmopolitismo kantiano, lo menos que puede hacer un norteamericano es acoger a cierta cantidad de inmigrantes africanos.
El cosmopolitismo abarcador también significa que, una vez que una sociedad ha admitido a nuevos miembros, éstos están obligados a abrirse a su nueva sociedad. Los multiculturalistas son reacios a apoyar esta parte de la transacción cosmopolita. Los liberales deben hacerlo.
Podemos comprender por qué, al residir en un país extranjero que, tal vez, les parece hostil, los inmigrantes optan por aislarse. Algunos países receptores, como Francia, quizá se apresuren demasiado a exigirles que acepten nuevos estilos de vida. Pero intentar vivir recluidos en una sociedad abierta es, por fuerza, contraproducente y una sociedad liberal no debería fomentarlo.
En 2006 tuvimos un caso instructivo de transacción cosmopolita cuando el ex ministro de Relaciones Exteriores británico Jack Straw expresó su preocupación por el uso del hijab, el velo con el que algunas musulmanas cubren totalmente su cabeza. Straw defendió el derecho de las mujeres a usar chales menos intrusivos. Sin embargo, también sostuvo que algo andaba muy mal cuando, al conversar con otra persona, no se podía establecer una interacción cara a cara.
Straw quiso decir que el uso del hijab implica la decisión de esa mujer de aislarse de todos cuantos la rodean. No planteó un argumento xenófobo, en el sentido de que los musulmanes "no encajan" en Gran Bretaña, ni uno multiculturalista, en el sentido de que se debería permitirles usar el ropaje tradicional -sea cual fuere- que, a su juicio, exprese mejor su susceptibilidad cultural y religiosa. Tampoco pidió que los inmigrantes asimilaran plenamente las costumbres británicas. Utilizó un ejemplo cuidadosamente elegido para demostrar qué significa abrirse a otros esperando que ellos respondan del mismo modo.
Algunos sostuvieron que, al proponer qué deberían usar las musulmanas, Straw trababa la libertad de credos. De hecho, a veces, los valores liberales se contradicen mutuamente. Veamos un caso. Históricamente, el islam ha permitido ciertas formas de poligamia, pero ninguna sociedad liberal está obligada a extender la libertad religiosa de modo tal que socave su compromiso con la igualdad de géneros.
Por suerte, el ejemplo de Straw no plantea un dilema tan tajante. Como él mismo señaló, el Corán no ordena llevar el hijab. Su uso no representa una obligación religiosa, sino una opción cultural. Mientras las musulmanas dispongan de otras prendas para cubrir su cabeza, acceder a no usar el hijab es una manera de expresar su pertenencia a una sociedad liberal a un costo mínimo, en cuanto a sus compromisos religiosos.
Para los liberales, el interrogante nunca es si las fronteras deberían estar abiertas de par en par o herméticamente cerradas. Una sociedad abierta a todos no tendría ningún derecho digno de ser protegido y una sociedad cerrada a todos no tendría derechos dignos de ser emulados. Si buscamos un principio abstracto que nos guíe en materia de inmigración, el liberalismo no puede proporcionarlo.
Una sociedad liberal permitirá el ingreso de inmigrantes y establecerá en qué circunstancias excepcionales deberá prohibirlo, en vez de prohibirles el ingreso y fijar los casos excepcionales de admisión. Una sociedad liberal verá un mundo rebosante de posibilidades que, por mucho que amenacen estilos de vida que damos por sentados, nos obligan a adaptarnos a nuevos retos, en vez de intentar protegernos de lo extranjero y lo desconocido.
Por último, una sociedad liberal no se centrará en qué puede ofrecer a los inmigrantes, sino en qué pueden ofrecerle ellos. Vale la pena preservar el objetivo de apertura implícito en la inmigración, especialmente si tanto sus exigencias como sus promesas nos atañen a todos.
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