Relaciones de pareja: según una encuesta de TNS Gallup Argentina
En la mayoría de los casos, ellas se encargan de las obligaciones domésticas; ellos, en cambio, sólo prefieren hacer las compras
Muchas cosas evolucionaron a nivel social a partir de la inserción laboral de la mujer. Sin embargo, la distribución de las tareas de la casa no parece ser una de ellas. Hoy siguen siendo las mujeres, trabajen o no, quienes se encargan mayoritariamente de las labores del hogar.
Tal afirmación surge de los resultados de una encuesta a nivel nacional que realizó TNS Gallup Argentina, en la que se indagó a 1010 personas sobre los hábitos, opiniones y actitudes de los argentinos en relación con la vida en pareja. Según el estudio, si se comparan los datos de la encuesta acerca de hábitos domésticos con los resultados obtenidos hace siete años en un estudio similar, los hombres argentinos no son más colaboradores en los quehaceres del hogar que antes.
Hacer las compras es "la actividad" en la que ellos están más dispuestos a colaborar. Es decir que, mientras en los últimos años las mujeres sumaron horas de trabajo fuera de la casa, no restaron horas de trabajo dentro del hogar.
Todos aportan
Según el relevamiento, el 25% de los argentinos que viven en pareja manifestaron que ambos aportan económicamente por igual, mientras que el 28% indicó que aporta más el hombre; el 4%, que aporta más la mujer; el 40%, que aporta sólo el hombre, y el 1% que aporta sólo la mujer.
Uno de los aspectos sobre los que profundizó la encuesta es acerca de cuánto realmente colaboran los maridos en las cosas de la casa cuando ambos trabajan fuera del hogar por igual. No surgieron diferencias sustanciales cuando se preguntó en términos generales si colaboraban con las cosas de la casa. Pero cuando la pregunta indagó acerca de cuáles labores del hogar habían realizado el día anterior, se registran diferencias significativas en las respuestas de hombres y mujeres.
Las mujeres realizaron todas las actividades sondeadas en mucha mayor medida que los hombres.
Mientras que el 90% de ellas dijeron que habían tendido la cama, sólo lo hizo el 15% de los hombres. El 73% de las mujeres habían limpiado los baños, contra 6% de ellos. La hora de los platos también arrojó una diferencia significativa: el 87% de las mujeres lavó los platos el día anterior, en cambio, sólo lo hizo el 15% de los hombres.
La menor diferencia se registró en el ítem "hacer las compras", tarea que había realizado el 76% de las mujeres, contra el 38% de los hombres.
Cuando se les preguntó qué aspectos podrían mejorar su relación de pareja, las dos demandas principales fueron "que sea más abierto al diálogo" (22%) y "que pase más tiempo en pareja" (21%).
Claro que fueron las mujeres quienes demandaron en mayor medida estos cambios, a pesar de que estas demandas aparecieron en un lugar de importancia en el ranking que armaron los hombres.
Daniel y Marcela llevan nueve años de casados y tienen tres hijos: Trinidad, Valentín y Salvador. Cuando recién se casaron, ella trabajaba y estudiaba. Entonces las cosas de la casa se repartían de otra forma. "Ibamos los dos al supermercado y esas cosas", explica Marcela. Pero con el tiempo las cosas fueron cambiando. Después de que nació su tercer hijo, ella dejó de trabajar para dedicarse a sus niños.
Desde entonces, ella asumió más tareas, pero eso no significa falta de participación de él. "Dani no tiene problemas en hacer las cosas. Le tenés que pedir, por ejemplo, que bañe a los chicos o que lave, y él lo hace de buena gana. No lo toma como una tarea de mujeres, para nada. Es muy colaborador", dice Marcela.
Claro que sus tareas preferidas son las que tienen que ver con reparar cosas o hacer refacciones. "Eso también es una gran ayuda", dice ella. En el living de la familia se destacan dos vinotecas que el esposo hizo a partir de dos troncos. También la lámpara del hall principal es de su autoría.
Fifty-fifty
Juliana Di Marco tiene 27 años y lleva once meses de casada. Cuando se le pregunta cómo se organiza con las cosas de la casa, la respuesta es directa: "Cincuenta y cincuenta".
Sebastián Raya trabaja en un banco y estudia profesorado de historia. "Los dos estamos llenos de actividades. Yo trabajo sólo una hora menos que él. Entonces decidimos compartir las tareas de la casa. Yo me encargo de la ropa y de mantener el orden. El hace las compras y siempre lava los platos", asegura Juliana.
Según cuenta la pareja, no fue una imposición de uno de los dos por sobre el otro. "Desde el comienzo lo planteamos así. No tenemos prejuicios machistas ni feministas. Sólo se trata de colaboración mutua. No son tareas que per se deban estar a cargo de uno de los dos. Lo mismo que trabajar y aportar económicamente a la casa", explica Sebastián.
María Elena García es diseñadora y madre de tres hijos: Catalina, de 6 años; Luca, de 4, y Juana, de 1 año y cuatro meses. Por eso para ella la ayuda de Juan Di Steffano, su marido, es fundamental.
"Nos organizamos para cubrirnos. Yo, por lo general, llego tarde a casa, entonces él se encarga de los chicos. Atenderlos, darles de comer y hasta bañarlos. Para mí es una gran ayuda", cuenta ella.
Según afirma, en la familia no hay roles preestablecidos, en el sentido de un mandato familiar que establezca que la mujer deba encargarse de todo aunque trabaje afuera. "Lo más lógico es que sean tareas compartidas. En eso consiste el apoyo mutuo, ¿no?", agrega.
Por Evangelina Himitian
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jueves, junio 05, 2008
La tarea del hogar aún es cosa de mujeres
Relaciones de pareja: según una encuesta de TNS Gallup Argentina
En la mayoría de los casos, ellas se encargan de las obligaciones domésticas; ellos, en cambio, sólo prefieren hacer las compras
Muchas cosas evolucionaron a nivel social a partir de la inserción laboral de la mujer. Sin embargo, la distribución de las tareas de la casa no parece ser una de ellas. Hoy siguen siendo las mujeres, trabajen o no, quienes se encargan mayoritariamente de las labores del hogar.
Tal afirmación surge de los resultados de una encuesta a nivel nacional que realizó TNS Gallup Argentina, en la que se indagó a 1010 personas sobre los hábitos, opiniones y actitudes de los argentinos en relación con la vida en pareja. Según el estudio, si se comparan los datos de la encuesta acerca de hábitos domésticos con los resultados obtenidos hace siete años en un estudio similar, los hombres argentinos no son más colaboradores en los quehaceres del hogar que antes.
Hacer las compras es "la actividad" en la que ellos están más dispuestos a colaborar. Es decir que, mientras en los últimos años las mujeres sumaron horas de trabajo fuera de la casa, no restaron horas de trabajo dentro del hogar.
Todos aportan
Según el relevamiento, el 25% de los argentinos que viven en pareja manifestaron que ambos aportan económicamente por igual, mientras que el 28% indicó que aporta más el hombre; el 4%, que aporta más la mujer; el 40%, que aporta sólo el hombre, y el 1% que aporta sólo la mujer.
Uno de los aspectos sobre los que profundizó la encuesta es acerca de cuánto realmente colaboran los maridos en las cosas de la casa cuando ambos trabajan fuera del hogar por igual. No surgieron diferencias sustanciales cuando se preguntó en términos generales si colaboraban con las cosas de la casa. Pero cuando la pregunta indagó acerca de cuáles labores del hogar habían realizado el día anterior, se registran diferencias significativas en las respuestas de hombres y mujeres.
Las mujeres realizaron todas las actividades sondeadas en mucha mayor medida que los hombres.
Mientras que el 90% de ellas dijeron que habían tendido la cama, sólo lo hizo el 15% de los hombres. El 73% de las mujeres habían limpiado los baños, contra 6% de ellos. La hora de los platos también arrojó una diferencia significativa: el 87% de las mujeres lavó los platos el día anterior, en cambio, sólo lo hizo el 15% de los hombres.
La menor diferencia se registró en el ítem "hacer las compras", tarea que había realizado el 76% de las mujeres, contra el 38% de los hombres.
Cuando se les preguntó qué aspectos podrían mejorar su relación de pareja, las dos demandas principales fueron "que sea más abierto al diálogo" (22%) y "que pase más tiempo en pareja" (21%).
Claro que fueron las mujeres quienes demandaron en mayor medida estos cambios, a pesar de que estas demandas aparecieron en un lugar de importancia en el ranking que armaron los hombres.
Daniel y Marcela llevan nueve años de casados y tienen tres hijos: Trinidad, Valentín y Salvador. Cuando recién se casaron, ella trabajaba y estudiaba. Entonces las cosas de la casa se repartían de otra forma. "Ibamos los dos al supermercado y esas cosas", explica Marcela. Pero con el tiempo las cosas fueron cambiando. Después de que nació su tercer hijo, ella dejó de trabajar para dedicarse a sus niños.
Desde entonces, ella asumió más tareas, pero eso no significa falta de participación de él. "Dani no tiene problemas en hacer las cosas. Le tenés que pedir, por ejemplo, que bañe a los chicos o que lave, y él lo hace de buena gana. No lo toma como una tarea de mujeres, para nada. Es muy colaborador", dice Marcela.
Claro que sus tareas preferidas son las que tienen que ver con reparar cosas o hacer refacciones. "Eso también es una gran ayuda", dice ella. En el living de la familia se destacan dos vinotecas que el esposo hizo a partir de dos troncos. También la lámpara del hall principal es de su autoría.
Fifty-fifty
Juliana Di Marco tiene 27 años y lleva once meses de casada. Cuando se le pregunta cómo se organiza con las cosas de la casa, la respuesta es directa: "Cincuenta y cincuenta".
Sebastián Raya trabaja en un banco y estudia profesorado de historia. "Los dos estamos llenos de actividades. Yo trabajo sólo una hora menos que él. Entonces decidimos compartir las tareas de la casa. Yo me encargo de la ropa y de mantener el orden. El hace las compras y siempre lava los platos", asegura Juliana.
Según cuenta la pareja, no fue una imposición de uno de los dos por sobre el otro. "Desde el comienzo lo planteamos así. No tenemos prejuicios machistas ni feministas. Sólo se trata de colaboración mutua. No son tareas que per se deban estar a cargo de uno de los dos. Lo mismo que trabajar y aportar económicamente a la casa", explica Sebastián.
María Elena García es diseñadora y madre de tres hijos: Catalina, de 6 años; Luca, de 4, y Juana, de 1 año y cuatro meses. Por eso para ella la ayuda de Juan Di Steffano, su marido, es fundamental.
"Nos organizamos para cubrirnos. Yo, por lo general, llego tarde a casa, entonces él se encarga de los chicos. Atenderlos, darles de comer y hasta bañarlos. Para mí es una gran ayuda", cuenta ella.
Según afirma, en la familia no hay roles preestablecidos, en el sentido de un mandato familiar que establezca que la mujer deba encargarse de todo aunque trabaje afuera. "Lo más lógico es que sean tareas compartidas. En eso consiste el apoyo mutuo, ¿no?", agrega.
Por Evangelina Himitian
En la mayoría de los casos, ellas se encargan de las obligaciones domésticas; ellos, en cambio, sólo prefieren hacer las compras
Muchas cosas evolucionaron a nivel social a partir de la inserción laboral de la mujer. Sin embargo, la distribución de las tareas de la casa no parece ser una de ellas. Hoy siguen siendo las mujeres, trabajen o no, quienes se encargan mayoritariamente de las labores del hogar.
Tal afirmación surge de los resultados de una encuesta a nivel nacional que realizó TNS Gallup Argentina, en la que se indagó a 1010 personas sobre los hábitos, opiniones y actitudes de los argentinos en relación con la vida en pareja. Según el estudio, si se comparan los datos de la encuesta acerca de hábitos domésticos con los resultados obtenidos hace siete años en un estudio similar, los hombres argentinos no son más colaboradores en los quehaceres del hogar que antes.
Hacer las compras es "la actividad" en la que ellos están más dispuestos a colaborar. Es decir que, mientras en los últimos años las mujeres sumaron horas de trabajo fuera de la casa, no restaron horas de trabajo dentro del hogar.
Todos aportan
Según el relevamiento, el 25% de los argentinos que viven en pareja manifestaron que ambos aportan económicamente por igual, mientras que el 28% indicó que aporta más el hombre; el 4%, que aporta más la mujer; el 40%, que aporta sólo el hombre, y el 1% que aporta sólo la mujer.
Uno de los aspectos sobre los que profundizó la encuesta es acerca de cuánto realmente colaboran los maridos en las cosas de la casa cuando ambos trabajan fuera del hogar por igual. No surgieron diferencias sustanciales cuando se preguntó en términos generales si colaboraban con las cosas de la casa. Pero cuando la pregunta indagó acerca de cuáles labores del hogar habían realizado el día anterior, se registran diferencias significativas en las respuestas de hombres y mujeres.
Las mujeres realizaron todas las actividades sondeadas en mucha mayor medida que los hombres.
Mientras que el 90% de ellas dijeron que habían tendido la cama, sólo lo hizo el 15% de los hombres. El 73% de las mujeres habían limpiado los baños, contra 6% de ellos. La hora de los platos también arrojó una diferencia significativa: el 87% de las mujeres lavó los platos el día anterior, en cambio, sólo lo hizo el 15% de los hombres.
La menor diferencia se registró en el ítem "hacer las compras", tarea que había realizado el 76% de las mujeres, contra el 38% de los hombres.
Cuando se les preguntó qué aspectos podrían mejorar su relación de pareja, las dos demandas principales fueron "que sea más abierto al diálogo" (22%) y "que pase más tiempo en pareja" (21%).
Claro que fueron las mujeres quienes demandaron en mayor medida estos cambios, a pesar de que estas demandas aparecieron en un lugar de importancia en el ranking que armaron los hombres.
Daniel y Marcela llevan nueve años de casados y tienen tres hijos: Trinidad, Valentín y Salvador. Cuando recién se casaron, ella trabajaba y estudiaba. Entonces las cosas de la casa se repartían de otra forma. "Ibamos los dos al supermercado y esas cosas", explica Marcela. Pero con el tiempo las cosas fueron cambiando. Después de que nació su tercer hijo, ella dejó de trabajar para dedicarse a sus niños.
Desde entonces, ella asumió más tareas, pero eso no significa falta de participación de él. "Dani no tiene problemas en hacer las cosas. Le tenés que pedir, por ejemplo, que bañe a los chicos o que lave, y él lo hace de buena gana. No lo toma como una tarea de mujeres, para nada. Es muy colaborador", dice Marcela.
Claro que sus tareas preferidas son las que tienen que ver con reparar cosas o hacer refacciones. "Eso también es una gran ayuda", dice ella. En el living de la familia se destacan dos vinotecas que el esposo hizo a partir de dos troncos. También la lámpara del hall principal es de su autoría.
Fifty-fifty
Juliana Di Marco tiene 27 años y lleva once meses de casada. Cuando se le pregunta cómo se organiza con las cosas de la casa, la respuesta es directa: "Cincuenta y cincuenta".
Sebastián Raya trabaja en un banco y estudia profesorado de historia. "Los dos estamos llenos de actividades. Yo trabajo sólo una hora menos que él. Entonces decidimos compartir las tareas de la casa. Yo me encargo de la ropa y de mantener el orden. El hace las compras y siempre lava los platos", asegura Juliana.
Según cuenta la pareja, no fue una imposición de uno de los dos por sobre el otro. "Desde el comienzo lo planteamos así. No tenemos prejuicios machistas ni feministas. Sólo se trata de colaboración mutua. No son tareas que per se deban estar a cargo de uno de los dos. Lo mismo que trabajar y aportar económicamente a la casa", explica Sebastián.
María Elena García es diseñadora y madre de tres hijos: Catalina, de 6 años; Luca, de 4, y Juana, de 1 año y cuatro meses. Por eso para ella la ayuda de Juan Di Steffano, su marido, es fundamental.
"Nos organizamos para cubrirnos. Yo, por lo general, llego tarde a casa, entonces él se encarga de los chicos. Atenderlos, darles de comer y hasta bañarlos. Para mí es una gran ayuda", cuenta ella.
Según afirma, en la familia no hay roles preestablecidos, en el sentido de un mandato familiar que establezca que la mujer deba encargarse de todo aunque trabaje afuera. "Lo más lógico es que sean tareas compartidas. En eso consiste el apoyo mutuo, ¿no?", agrega.
Por Evangelina Himitian
sábado, noviembre 03, 2007
La decadencia del coito
Por Luis Frontera
Es sabido que los humanos, en los últimos miles de años, no lograron inventar nada en materia sexual. El último cambio coital cualitativo y digno de ser mencionado sucedió en la Prehistoria, y su protagonista resultó ser la mujer. Aquel momento fue bien expuesto por la película “La guerra del fuego”, de Jean Jacques Annaud, basada en la novela de Rosny Ainé.
Asesorada por estudiosos del pasado, la historia narró de qué manera, en el Paleolítico, sobre una tierra de acechanzas y bajo un cielo de lunas color sangre, la hembra humana produjo un hecho al que no se había atrevido la de ninguna otra especie: se dio vuelta y se acomodó frente al macho para la consumación del coito. El apareamiento, que hasta entonces había sido por detrás, a través de la introducción del pene en la vagina (“more ferarum”: como las fieras) pasó a ser cara a cara, permitiendo el abrazo mutuo, la mirada y el nacimiento del lenguaje verbal.
Si hay que creerle a la etnología, fue a partir de esa instancia que se produjeron algunos cambios corporales: crecieron, por ejemplo, los pechos femeninos, con el sólo propósito de convocar los homenajes eróticos del varón. Tal como sucede con otros simios hembras, las mamas, para cumplir con la función lactante, bien podrían haber conservado su antiguo tamaño, no superior al de una nuez.
Aquella transformación vino también a sugerir que el amor (excitación sexual o afecto), al expresarse a través de la mirada, de la temperatura corporal (“estar caliente”), de la boca y del lenguaje, sería un fenómeno particular de los mamíferos.
Mientras en los otros primates la sexualidad permaneció ligada a las épocas de celo, entre los humanos, por el contrario, se convirtió en permanente e intensa. Y lo hizo a tal punto que, a diferencia de lo que sucede en otras especies, la unión de la vagina y el pene entre dos humanos y con el propósito exclusivo de la reproducción, nunca llegó a expresar en toda su extensión el concepto de sexualidad (los genitales no son las únicas zonas erógenas de las personas).
Cada vez son más las relaciones sexuales que prescinden de la supremacía de la vagina y del pene y que promueven otras zonas corporales. Y es evidente que así las realizaron, tradicionalmente y entre muchos otros, los homosexuales, las lesbianas, los partidarios de la fellatio o los masturbadores típicos.
Sigmund Freud, al principio del siglo XX, preocupado por estos cambios, pensaba que la vida sexual del ser civilizado estaba gravemente lesionada y que parecía ser una función en estado de involución, tal como sucedía con el vigor de los dientes y de los cabellos. Y así lo escribía en “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, en un mensaje que hoy podría considerarse desmesurado:
“… otras partes del cuerpo de mujeres y varones asumen el papel de los genitales y estas prácticas no pueden juzgarse inofensivas; son éticamente reprobables, pues así los vínculos de amor entre dos humanos dejan de ser un asunto serio y se los rebaja a la condición de un cómodo juego sin riesgos ni participación anímica”.
La sexualidad humana posee una connotación psíquica que no tiene por qué coincidir con las terminaciones nerviosas. Cualquiera que haya visto “Regreso sin gloria” recordará de qué manera el protagonista, insensible de la cintura para abajo, se satisface sexual y mutuamente con la mujer que desea.
Sucede que el cuerpo humano no es puramente anatómico, ni innato ni se encuentra solamente determinado por la biología. Al nacer las personas en un universo simbólico caracterizado por el habla, están alterando de por sí lo que era el orden instintivo y natural.
Contrariamente al hombre y al no estar bañados por el lenguaje, los animales no conocen las perversiones: no hay gatos fetichistas ni perros voyeuristas.
La aparición del lenguaje hablado (hecho paralelo al del coito frente a frente), hizo que la capacidad craneal rápidamente creciera de 1.000 a 1.400 cm³. Antes de eso, la boca era para masticar y defender la comida. El fenómeno verbal cambió la laringe, transformó la forma de la fila de dientes, creó los diastemas, movilizó la lengua y llevó al beso.
El origen de las palabras explica la sexualidad, porque la lengua suele preceder a las cosas: “venéreo” proviene de venus y de veneno; “coito” llega de co-itum, es decir, de la expresión “haber ido juntos”. Y en cuanto a la sexualidad en sí, el filólogo Eric Havelock, después de haber estudiado profundamente el habla griega, descubrió que la relación amorosa entre efebos y maestros tenía que ver con la transmisión de conocimientos de generación en generación, típica de una sociedad oral.
Es sabido que los humanos, en los últimos miles de años, no lograron inventar nada en materia sexual. El último cambio coital cualitativo y digno de ser mencionado sucedió en la Prehistoria, y su protagonista resultó ser la mujer. Aquel momento fue bien expuesto por la película “La guerra del fuego”, de Jean Jacques Annaud, basada en la novela de Rosny Ainé.
Asesorada por estudiosos del pasado, la historia narró de qué manera, en el Paleolítico, sobre una tierra de acechanzas y bajo un cielo de lunas color sangre, la hembra humana produjo un hecho al que no se había atrevido la de ninguna otra especie: se dio vuelta y se acomodó frente al macho para la consumación del coito. El apareamiento, que hasta entonces había sido por detrás, a través de la introducción del pene en la vagina (“more ferarum”: como las fieras) pasó a ser cara a cara, permitiendo el abrazo mutuo, la mirada y el nacimiento del lenguaje verbal.
Si hay que creerle a la etnología, fue a partir de esa instancia que se produjeron algunos cambios corporales: crecieron, por ejemplo, los pechos femeninos, con el sólo propósito de convocar los homenajes eróticos del varón. Tal como sucede con otros simios hembras, las mamas, para cumplir con la función lactante, bien podrían haber conservado su antiguo tamaño, no superior al de una nuez.
Aquella transformación vino también a sugerir que el amor (excitación sexual o afecto), al expresarse a través de la mirada, de la temperatura corporal (“estar caliente”), de la boca y del lenguaje, sería un fenómeno particular de los mamíferos.
Mientras en los otros primates la sexualidad permaneció ligada a las épocas de celo, entre los humanos, por el contrario, se convirtió en permanente e intensa. Y lo hizo a tal punto que, a diferencia de lo que sucede en otras especies, la unión de la vagina y el pene entre dos humanos y con el propósito exclusivo de la reproducción, nunca llegó a expresar en toda su extensión el concepto de sexualidad (los genitales no son las únicas zonas erógenas de las personas).
Cada vez son más las relaciones sexuales que prescinden de la supremacía de la vagina y del pene y que promueven otras zonas corporales. Y es evidente que así las realizaron, tradicionalmente y entre muchos otros, los homosexuales, las lesbianas, los partidarios de la fellatio o los masturbadores típicos.
Sigmund Freud, al principio del siglo XX, preocupado por estos cambios, pensaba que la vida sexual del ser civilizado estaba gravemente lesionada y que parecía ser una función en estado de involución, tal como sucedía con el vigor de los dientes y de los cabellos. Y así lo escribía en “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, en un mensaje que hoy podría considerarse desmesurado:
“… otras partes del cuerpo de mujeres y varones asumen el papel de los genitales y estas prácticas no pueden juzgarse inofensivas; son éticamente reprobables, pues así los vínculos de amor entre dos humanos dejan de ser un asunto serio y se los rebaja a la condición de un cómodo juego sin riesgos ni participación anímica”.
La sexualidad humana posee una connotación psíquica que no tiene por qué coincidir con las terminaciones nerviosas. Cualquiera que haya visto “Regreso sin gloria” recordará de qué manera el protagonista, insensible de la cintura para abajo, se satisface sexual y mutuamente con la mujer que desea.
Sucede que el cuerpo humano no es puramente anatómico, ni innato ni se encuentra solamente determinado por la biología. Al nacer las personas en un universo simbólico caracterizado por el habla, están alterando de por sí lo que era el orden instintivo y natural.
Contrariamente al hombre y al no estar bañados por el lenguaje, los animales no conocen las perversiones: no hay gatos fetichistas ni perros voyeuristas.
La aparición del lenguaje hablado (hecho paralelo al del coito frente a frente), hizo que la capacidad craneal rápidamente creciera de 1.000 a 1.400 cm³. Antes de eso, la boca era para masticar y defender la comida. El fenómeno verbal cambió la laringe, transformó la forma de la fila de dientes, creó los diastemas, movilizó la lengua y llevó al beso.
El origen de las palabras explica la sexualidad, porque la lengua suele preceder a las cosas: “venéreo” proviene de venus y de veneno; “coito” llega de co-itum, es decir, de la expresión “haber ido juntos”. Y en cuanto a la sexualidad en sí, el filólogo Eric Havelock, después de haber estudiado profundamente el habla griega, descubrió que la relación amorosa entre efebos y maestros tenía que ver con la transmisión de conocimientos de generación en generación, típica de una sociedad oral.
La decadencia del coito
Por Luis Frontera
Es sabido que los humanos, en los últimos miles de años, no lograron inventar nada en materia sexual. El último cambio coital cualitativo y digno de ser mencionado sucedió en la Prehistoria, y su protagonista resultó ser la mujer. Aquel momento fue bien expuesto por la película “La guerra del fuego”, de Jean Jacques Annaud, basada en la novela de Rosny Ainé.
Asesorada por estudiosos del pasado, la historia narró de qué manera, en el Paleolítico, sobre una tierra de acechanzas y bajo un cielo de lunas color sangre, la hembra humana produjo un hecho al que no se había atrevido la de ninguna otra especie: se dio vuelta y se acomodó frente al macho para la consumación del coito. El apareamiento, que hasta entonces había sido por detrás, a través de la introducción del pene en la vagina (“more ferarum”: como las fieras) pasó a ser cara a cara, permitiendo el abrazo mutuo, la mirada y el nacimiento del lenguaje verbal.
Si hay que creerle a la etnología, fue a partir de esa instancia que se produjeron algunos cambios corporales: crecieron, por ejemplo, los pechos femeninos, con el sólo propósito de convocar los homenajes eróticos del varón. Tal como sucede con otros simios hembras, las mamas, para cumplir con la función lactante, bien podrían haber conservado su antiguo tamaño, no superior al de una nuez.
Aquella transformación vino también a sugerir que el amor (excitación sexual o afecto), al expresarse a través de la mirada, de la temperatura corporal (“estar caliente”), de la boca y del lenguaje, sería un fenómeno particular de los mamíferos.
Mientras en los otros primates la sexualidad permaneció ligada a las épocas de celo, entre los humanos, por el contrario, se convirtió en permanente e intensa. Y lo hizo a tal punto que, a diferencia de lo que sucede en otras especies, la unión de la vagina y el pene entre dos humanos y con el propósito exclusivo de la reproducción, nunca llegó a expresar en toda su extensión el concepto de sexualidad (los genitales no son las únicas zonas erógenas de las personas).
Cada vez son más las relaciones sexuales que prescinden de la supremacía de la vagina y del pene y que promueven otras zonas corporales. Y es evidente que así las realizaron, tradicionalmente y entre muchos otros, los homosexuales, las lesbianas, los partidarios de la fellatio o los masturbadores típicos.
Sigmund Freud, al principio del siglo XX, preocupado por estos cambios, pensaba que la vida sexual del ser civilizado estaba gravemente lesionada y que parecía ser una función en estado de involución, tal como sucedía con el vigor de los dientes y de los cabellos. Y así lo escribía en “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, en un mensaje que hoy podría considerarse desmesurado:
“… otras partes del cuerpo de mujeres y varones asumen el papel de los genitales y estas prácticas no pueden juzgarse inofensivas; son éticamente reprobables, pues así los vínculos de amor entre dos humanos dejan de ser un asunto serio y se los rebaja a la condición de un cómodo juego sin riesgos ni participación anímica”.
La sexualidad humana posee una connotación psíquica que no tiene por qué coincidir con las terminaciones nerviosas. Cualquiera que haya visto “Regreso sin gloria” recordará de qué manera el protagonista, insensible de la cintura para abajo, se satisface sexual y mutuamente con la mujer que desea.
Sucede que el cuerpo humano no es puramente anatómico, ni innato ni se encuentra solamente determinado por la biología. Al nacer las personas en un universo simbólico caracterizado por el habla, están alterando de por sí lo que era el orden instintivo y natural.
Contrariamente al hombre y al no estar bañados por el lenguaje, los animales no conocen las perversiones: no hay gatos fetichistas ni perros voyeuristas.
La aparición del lenguaje hablado (hecho paralelo al del coito frente a frente), hizo que la capacidad craneal rápidamente creciera de 1.000 a 1.400 cm³. Antes de eso, la boca era para masticar y defender la comida. El fenómeno verbal cambió la laringe, transformó la forma de la fila de dientes, creó los diastemas, movilizó la lengua y llevó al beso.
El origen de las palabras explica la sexualidad, porque la lengua suele preceder a las cosas: “venéreo” proviene de venus y de veneno; “coito” llega de co-itum, es decir, de la expresión “haber ido juntos”. Y en cuanto a la sexualidad en sí, el filólogo Eric Havelock, después de haber estudiado profundamente el habla griega, descubrió que la relación amorosa entre efebos y maestros tenía que ver con la transmisión de conocimientos de generación en generación, típica de una sociedad oral.
Es sabido que los humanos, en los últimos miles de años, no lograron inventar nada en materia sexual. El último cambio coital cualitativo y digno de ser mencionado sucedió en la Prehistoria, y su protagonista resultó ser la mujer. Aquel momento fue bien expuesto por la película “La guerra del fuego”, de Jean Jacques Annaud, basada en la novela de Rosny Ainé.
Asesorada por estudiosos del pasado, la historia narró de qué manera, en el Paleolítico, sobre una tierra de acechanzas y bajo un cielo de lunas color sangre, la hembra humana produjo un hecho al que no se había atrevido la de ninguna otra especie: se dio vuelta y se acomodó frente al macho para la consumación del coito. El apareamiento, que hasta entonces había sido por detrás, a través de la introducción del pene en la vagina (“more ferarum”: como las fieras) pasó a ser cara a cara, permitiendo el abrazo mutuo, la mirada y el nacimiento del lenguaje verbal.
Si hay que creerle a la etnología, fue a partir de esa instancia que se produjeron algunos cambios corporales: crecieron, por ejemplo, los pechos femeninos, con el sólo propósito de convocar los homenajes eróticos del varón. Tal como sucede con otros simios hembras, las mamas, para cumplir con la función lactante, bien podrían haber conservado su antiguo tamaño, no superior al de una nuez.
Aquella transformación vino también a sugerir que el amor (excitación sexual o afecto), al expresarse a través de la mirada, de la temperatura corporal (“estar caliente”), de la boca y del lenguaje, sería un fenómeno particular de los mamíferos.
Mientras en los otros primates la sexualidad permaneció ligada a las épocas de celo, entre los humanos, por el contrario, se convirtió en permanente e intensa. Y lo hizo a tal punto que, a diferencia de lo que sucede en otras especies, la unión de la vagina y el pene entre dos humanos y con el propósito exclusivo de la reproducción, nunca llegó a expresar en toda su extensión el concepto de sexualidad (los genitales no son las únicas zonas erógenas de las personas).
Cada vez son más las relaciones sexuales que prescinden de la supremacía de la vagina y del pene y que promueven otras zonas corporales. Y es evidente que así las realizaron, tradicionalmente y entre muchos otros, los homosexuales, las lesbianas, los partidarios de la fellatio o los masturbadores típicos.
Sigmund Freud, al principio del siglo XX, preocupado por estos cambios, pensaba que la vida sexual del ser civilizado estaba gravemente lesionada y que parecía ser una función en estado de involución, tal como sucedía con el vigor de los dientes y de los cabellos. Y así lo escribía en “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, en un mensaje que hoy podría considerarse desmesurado:
“… otras partes del cuerpo de mujeres y varones asumen el papel de los genitales y estas prácticas no pueden juzgarse inofensivas; son éticamente reprobables, pues así los vínculos de amor entre dos humanos dejan de ser un asunto serio y se los rebaja a la condición de un cómodo juego sin riesgos ni participación anímica”.
La sexualidad humana posee una connotación psíquica que no tiene por qué coincidir con las terminaciones nerviosas. Cualquiera que haya visto “Regreso sin gloria” recordará de qué manera el protagonista, insensible de la cintura para abajo, se satisface sexual y mutuamente con la mujer que desea.
Sucede que el cuerpo humano no es puramente anatómico, ni innato ni se encuentra solamente determinado por la biología. Al nacer las personas en un universo simbólico caracterizado por el habla, están alterando de por sí lo que era el orden instintivo y natural.
Contrariamente al hombre y al no estar bañados por el lenguaje, los animales no conocen las perversiones: no hay gatos fetichistas ni perros voyeuristas.
La aparición del lenguaje hablado (hecho paralelo al del coito frente a frente), hizo que la capacidad craneal rápidamente creciera de 1.000 a 1.400 cm³. Antes de eso, la boca era para masticar y defender la comida. El fenómeno verbal cambió la laringe, transformó la forma de la fila de dientes, creó los diastemas, movilizó la lengua y llevó al beso.
El origen de las palabras explica la sexualidad, porque la lengua suele preceder a las cosas: “venéreo” proviene de venus y de veneno; “coito” llega de co-itum, es decir, de la expresión “haber ido juntos”. Y en cuanto a la sexualidad en sí, el filólogo Eric Havelock, después de haber estudiado profundamente el habla griega, descubrió que la relación amorosa entre efebos y maestros tenía que ver con la transmisión de conocimientos de generación en generación, típica de una sociedad oral.
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