Por Luis Frontera
Es sabido que los humanos, en los últimos miles de años, no lograron inventar nada en materia sexual. El último cambio coital cualitativo y digno de ser mencionado sucedió en la Prehistoria, y su protagonista resultó ser la mujer. Aquel momento fue bien expuesto por la película “La guerra del fuego”, de Jean Jacques Annaud, basada en la novela de Rosny Ainé.
Asesorada por estudiosos del pasado, la historia narró de qué manera, en el Paleolítico, sobre una tierra de acechanzas y bajo un cielo de lunas color sangre, la hembra humana produjo un hecho al que no se había atrevido la de ninguna otra especie: se dio vuelta y se acomodó frente al macho para la consumación del coito. El apareamiento, que hasta entonces había sido por detrás, a través de la introducción del pene en la vagina (“more ferarum”: como las fieras) pasó a ser cara a cara, permitiendo el abrazo mutuo, la mirada y el nacimiento del lenguaje verbal.
Si hay que creerle a la etnología, fue a partir de esa instancia que se produjeron algunos cambios corporales: crecieron, por ejemplo, los pechos femeninos, con el sólo propósito de convocar los homenajes eróticos del varón. Tal como sucede con otros simios hembras, las mamas, para cumplir con la función lactante, bien podrían haber conservado su antiguo tamaño, no superior al de una nuez.
Aquella transformación vino también a sugerir que el amor (excitación sexual o afecto), al expresarse a través de la mirada, de la temperatura corporal (“estar caliente”), de la boca y del lenguaje, sería un fenómeno particular de los mamíferos.
Mientras en los otros primates la sexualidad permaneció ligada a las épocas de celo, entre los humanos, por el contrario, se convirtió en permanente e intensa. Y lo hizo a tal punto que, a diferencia de lo que sucede en otras especies, la unión de la vagina y el pene entre dos humanos y con el propósito exclusivo de la reproducción, nunca llegó a expresar en toda su extensión el concepto de sexualidad (los genitales no son las únicas zonas erógenas de las personas).
Cada vez son más las relaciones sexuales que prescinden de la supremacía de la vagina y del pene y que promueven otras zonas corporales. Y es evidente que así las realizaron, tradicionalmente y entre muchos otros, los homosexuales, las lesbianas, los partidarios de la fellatio o los masturbadores típicos.
Sigmund Freud, al principio del siglo XX, preocupado por estos cambios, pensaba que la vida sexual del ser civilizado estaba gravemente lesionada y que parecía ser una función en estado de involución, tal como sucedía con el vigor de los dientes y de los cabellos. Y así lo escribía en “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, en un mensaje que hoy podría considerarse desmesurado:
“… otras partes del cuerpo de mujeres y varones asumen el papel de los genitales y estas prácticas no pueden juzgarse inofensivas; son éticamente reprobables, pues así los vínculos de amor entre dos humanos dejan de ser un asunto serio y se los rebaja a la condición de un cómodo juego sin riesgos ni participación anímica”.
La sexualidad humana posee una connotación psíquica que no tiene por qué coincidir con las terminaciones nerviosas. Cualquiera que haya visto “Regreso sin gloria” recordará de qué manera el protagonista, insensible de la cintura para abajo, se satisface sexual y mutuamente con la mujer que desea.
Sucede que el cuerpo humano no es puramente anatómico, ni innato ni se encuentra solamente determinado por la biología. Al nacer las personas en un universo simbólico caracterizado por el habla, están alterando de por sí lo que era el orden instintivo y natural.
Contrariamente al hombre y al no estar bañados por el lenguaje, los animales no conocen las perversiones: no hay gatos fetichistas ni perros voyeuristas.
La aparición del lenguaje hablado (hecho paralelo al del coito frente a frente), hizo que la capacidad craneal rápidamente creciera de 1.000 a 1.400 cm³. Antes de eso, la boca era para masticar y defender la comida. El fenómeno verbal cambió la laringe, transformó la forma de la fila de dientes, creó los diastemas, movilizó la lengua y llevó al beso.
El origen de las palabras explica la sexualidad, porque la lengua suele preceder a las cosas: “venéreo” proviene de venus y de veneno; “coito” llega de co-itum, es decir, de la expresión “haber ido juntos”. Y en cuanto a la sexualidad en sí, el filólogo Eric Havelock, después de haber estudiado profundamente el habla griega, descubrió que la relación amorosa entre efebos y maestros tenía que ver con la transmisión de conocimientos de generación en generación, típica de una sociedad oral.
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sábado, noviembre 03, 2007
La decadencia del coito
Por Luis Frontera
Es sabido que los humanos, en los últimos miles de años, no lograron inventar nada en materia sexual. El último cambio coital cualitativo y digno de ser mencionado sucedió en la Prehistoria, y su protagonista resultó ser la mujer. Aquel momento fue bien expuesto por la película “La guerra del fuego”, de Jean Jacques Annaud, basada en la novela de Rosny Ainé.
Asesorada por estudiosos del pasado, la historia narró de qué manera, en el Paleolítico, sobre una tierra de acechanzas y bajo un cielo de lunas color sangre, la hembra humana produjo un hecho al que no se había atrevido la de ninguna otra especie: se dio vuelta y se acomodó frente al macho para la consumación del coito. El apareamiento, que hasta entonces había sido por detrás, a través de la introducción del pene en la vagina (“more ferarum”: como las fieras) pasó a ser cara a cara, permitiendo el abrazo mutuo, la mirada y el nacimiento del lenguaje verbal.
Si hay que creerle a la etnología, fue a partir de esa instancia que se produjeron algunos cambios corporales: crecieron, por ejemplo, los pechos femeninos, con el sólo propósito de convocar los homenajes eróticos del varón. Tal como sucede con otros simios hembras, las mamas, para cumplir con la función lactante, bien podrían haber conservado su antiguo tamaño, no superior al de una nuez.
Aquella transformación vino también a sugerir que el amor (excitación sexual o afecto), al expresarse a través de la mirada, de la temperatura corporal (“estar caliente”), de la boca y del lenguaje, sería un fenómeno particular de los mamíferos.
Mientras en los otros primates la sexualidad permaneció ligada a las épocas de celo, entre los humanos, por el contrario, se convirtió en permanente e intensa. Y lo hizo a tal punto que, a diferencia de lo que sucede en otras especies, la unión de la vagina y el pene entre dos humanos y con el propósito exclusivo de la reproducción, nunca llegó a expresar en toda su extensión el concepto de sexualidad (los genitales no son las únicas zonas erógenas de las personas).
Cada vez son más las relaciones sexuales que prescinden de la supremacía de la vagina y del pene y que promueven otras zonas corporales. Y es evidente que así las realizaron, tradicionalmente y entre muchos otros, los homosexuales, las lesbianas, los partidarios de la fellatio o los masturbadores típicos.
Sigmund Freud, al principio del siglo XX, preocupado por estos cambios, pensaba que la vida sexual del ser civilizado estaba gravemente lesionada y que parecía ser una función en estado de involución, tal como sucedía con el vigor de los dientes y de los cabellos. Y así lo escribía en “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, en un mensaje que hoy podría considerarse desmesurado:
“… otras partes del cuerpo de mujeres y varones asumen el papel de los genitales y estas prácticas no pueden juzgarse inofensivas; son éticamente reprobables, pues así los vínculos de amor entre dos humanos dejan de ser un asunto serio y se los rebaja a la condición de un cómodo juego sin riesgos ni participación anímica”.
La sexualidad humana posee una connotación psíquica que no tiene por qué coincidir con las terminaciones nerviosas. Cualquiera que haya visto “Regreso sin gloria” recordará de qué manera el protagonista, insensible de la cintura para abajo, se satisface sexual y mutuamente con la mujer que desea.
Sucede que el cuerpo humano no es puramente anatómico, ni innato ni se encuentra solamente determinado por la biología. Al nacer las personas en un universo simbólico caracterizado por el habla, están alterando de por sí lo que era el orden instintivo y natural.
Contrariamente al hombre y al no estar bañados por el lenguaje, los animales no conocen las perversiones: no hay gatos fetichistas ni perros voyeuristas.
La aparición del lenguaje hablado (hecho paralelo al del coito frente a frente), hizo que la capacidad craneal rápidamente creciera de 1.000 a 1.400 cm³. Antes de eso, la boca era para masticar y defender la comida. El fenómeno verbal cambió la laringe, transformó la forma de la fila de dientes, creó los diastemas, movilizó la lengua y llevó al beso.
El origen de las palabras explica la sexualidad, porque la lengua suele preceder a las cosas: “venéreo” proviene de venus y de veneno; “coito” llega de co-itum, es decir, de la expresión “haber ido juntos”. Y en cuanto a la sexualidad en sí, el filólogo Eric Havelock, después de haber estudiado profundamente el habla griega, descubrió que la relación amorosa entre efebos y maestros tenía que ver con la transmisión de conocimientos de generación en generación, típica de una sociedad oral.
Es sabido que los humanos, en los últimos miles de años, no lograron inventar nada en materia sexual. El último cambio coital cualitativo y digno de ser mencionado sucedió en la Prehistoria, y su protagonista resultó ser la mujer. Aquel momento fue bien expuesto por la película “La guerra del fuego”, de Jean Jacques Annaud, basada en la novela de Rosny Ainé.
Asesorada por estudiosos del pasado, la historia narró de qué manera, en el Paleolítico, sobre una tierra de acechanzas y bajo un cielo de lunas color sangre, la hembra humana produjo un hecho al que no se había atrevido la de ninguna otra especie: se dio vuelta y se acomodó frente al macho para la consumación del coito. El apareamiento, que hasta entonces había sido por detrás, a través de la introducción del pene en la vagina (“more ferarum”: como las fieras) pasó a ser cara a cara, permitiendo el abrazo mutuo, la mirada y el nacimiento del lenguaje verbal.
Si hay que creerle a la etnología, fue a partir de esa instancia que se produjeron algunos cambios corporales: crecieron, por ejemplo, los pechos femeninos, con el sólo propósito de convocar los homenajes eróticos del varón. Tal como sucede con otros simios hembras, las mamas, para cumplir con la función lactante, bien podrían haber conservado su antiguo tamaño, no superior al de una nuez.
Aquella transformación vino también a sugerir que el amor (excitación sexual o afecto), al expresarse a través de la mirada, de la temperatura corporal (“estar caliente”), de la boca y del lenguaje, sería un fenómeno particular de los mamíferos.
Mientras en los otros primates la sexualidad permaneció ligada a las épocas de celo, entre los humanos, por el contrario, se convirtió en permanente e intensa. Y lo hizo a tal punto que, a diferencia de lo que sucede en otras especies, la unión de la vagina y el pene entre dos humanos y con el propósito exclusivo de la reproducción, nunca llegó a expresar en toda su extensión el concepto de sexualidad (los genitales no son las únicas zonas erógenas de las personas).
Cada vez son más las relaciones sexuales que prescinden de la supremacía de la vagina y del pene y que promueven otras zonas corporales. Y es evidente que así las realizaron, tradicionalmente y entre muchos otros, los homosexuales, las lesbianas, los partidarios de la fellatio o los masturbadores típicos.
Sigmund Freud, al principio del siglo XX, preocupado por estos cambios, pensaba que la vida sexual del ser civilizado estaba gravemente lesionada y que parecía ser una función en estado de involución, tal como sucedía con el vigor de los dientes y de los cabellos. Y así lo escribía en “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, en un mensaje que hoy podría considerarse desmesurado:
“… otras partes del cuerpo de mujeres y varones asumen el papel de los genitales y estas prácticas no pueden juzgarse inofensivas; son éticamente reprobables, pues así los vínculos de amor entre dos humanos dejan de ser un asunto serio y se los rebaja a la condición de un cómodo juego sin riesgos ni participación anímica”.
La sexualidad humana posee una connotación psíquica que no tiene por qué coincidir con las terminaciones nerviosas. Cualquiera que haya visto “Regreso sin gloria” recordará de qué manera el protagonista, insensible de la cintura para abajo, se satisface sexual y mutuamente con la mujer que desea.
Sucede que el cuerpo humano no es puramente anatómico, ni innato ni se encuentra solamente determinado por la biología. Al nacer las personas en un universo simbólico caracterizado por el habla, están alterando de por sí lo que era el orden instintivo y natural.
Contrariamente al hombre y al no estar bañados por el lenguaje, los animales no conocen las perversiones: no hay gatos fetichistas ni perros voyeuristas.
La aparición del lenguaje hablado (hecho paralelo al del coito frente a frente), hizo que la capacidad craneal rápidamente creciera de 1.000 a 1.400 cm³. Antes de eso, la boca era para masticar y defender la comida. El fenómeno verbal cambió la laringe, transformó la forma de la fila de dientes, creó los diastemas, movilizó la lengua y llevó al beso.
El origen de las palabras explica la sexualidad, porque la lengua suele preceder a las cosas: “venéreo” proviene de venus y de veneno; “coito” llega de co-itum, es decir, de la expresión “haber ido juntos”. Y en cuanto a la sexualidad en sí, el filólogo Eric Havelock, después de haber estudiado profundamente el habla griega, descubrió que la relación amorosa entre efebos y maestros tenía que ver con la transmisión de conocimientos de generación en generación, típica de una sociedad oral.
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