Por Daniel Larriqueta
En la matrícula de las escuelas primarias de la provincia de Buenos Aires con que empieza el año lectivo, un 23 por ciento de los inscriptos corresponde a niños que son hijos de padres que no trabajaron nunca. Como está dicho: no trabajaron nunca. Es una masa impresionante de niños argentinos hijos de padres argentinos que conforman, de este modo, otra cultura, otro sistema de valores, otra sociedad. ¿Otro país?
Niños que, sin duda, llegan a la escuela sin patrones culturales ligados al esfuerzo o a la disciplina. Y detrás de ellos están esos padres que conforman un grupo social amplísimo y claramente excluido, no sólo en lo económico, sino, probablemente, también en lo sociopsicológico.
Hace algunas semanas, el diario Los Andes, de Mendoza, publicó una información ligada a los problemas de seguridad, y dijo que en esa provincia, con una población de alrededor de 1,8 millones de personas, había 40.000 jóvenes que no trabajaban ni estudiaban; y que el paso de algunos de ellos por los centros urbanos resultaba en problemas graves de seguridad.
El dato me sorprendió por el volumen, pero ya unos meses antes, en una rueda con médicos que actúan en los hospitales del Gran Mendoza, había escuchado la aflicción por el desamparo y la anomia con que llegaba la gente a los centros de salud, y los problemas sociales y familiares que se podían advertir.
Si las cifras de Mendoza son buen indicador, se debe calcular que, en el conjunto nacional, la cantidad de jóvenes en tal situación de exclusión absoluta llega al millón, o sea, un poco más del 2 por ciento de la población total.
No necesito subrayarlo, se trata de un verdadero ejército de jóvenes excluidos, autoexcluidos, desesperanzados o definitivamente desenganchados del sistema de valores sobre el que se asienta la identidad de la Argentina y nuestro sistema convivencial.
Porque el aspecto dramático de la cuestión no es tanto la insuficiencia de las políticas de inclusión clásicas –educación, trabajo, asistencia social–, que podría ser superada por una gestión pública eficaz, sino la duda de si esos compatriotas tienen voluntad de reinsertarse en el modo de vida y el sistema de valores del país. Tendemos a pensar que estando todos sumidos en una sociedad de consumo trepidante, ella ha de proveer los estímulos para que este grupo social emprenda el camino de la reinserción. Nada más incierto.
Durante el verano, un amigo abogado laboralista tropezó en Mar del Plata con un grupo de muchachos que se refugiaban de la lluvia sentados en una esquina. Les preguntó por qué no cruzaban al shopping que estaba a un paso y recibió una respuesta cabal: “No hay nada para nosotros allí adentro”. Y articulando esta respuesta con las experiencias que ya lleva hechas Mendoza con sus excluidos, se entienden los resultados: los programas mendocinos de inclusión han tenido hasta ahora un éxito de sólo el 4 por ciento.
Pareciera que estamos ahora ante la manifestación ácida de lo que hemos venido temiendo en los últimos años: la anomia, la ruptura del sistema de valores, la pérdida de sentido para la vida de muchos argentinos, ese millón de jóvenes y sus hijos y acaso también otros mayores que no detectamos con tanta facilidad. Este asunto es un vitriolo para la sociedad argentina, un daño capaz de descalzar no sólo el anhelo de seguridad, sino la pervivencia del modelo de esfuerzo con que se construyó nuestro país y que la mayoría considera, aún, virtuoso. Y es un tema de la sociedad argentina, porque en otras sociedades de la región hay formas de exclusión crónica que llenan las páginas policiales, pero no parecen desestabilizar el conjunto.
Lo dicho no es una afirmación de orgullo, sino de desafío. Habrá quienes piensen que la política del garrote puede permitir encapsular territorial y socialmente a tales personas. Aparte de las consideraciones morales, esa política compromete el desarrollo social y condena a los países a permanecer en una doble legitimidad incompatible con el progreso. Se deteriora la paz interior, se pierden energías creadoras y, antes o después, se puede asistir al estallido de esas cápsulas que parecían tan ingeniosas.
Se me ocurre que el desafío hay que asumirlo con libertad creadora y una fuerte dosis de humildad. No se trata de llegar a esos compatriotas con el conjunto de valores que a nosotros nos parecen “correctos” y proponerlos con una actitud docente y jerárquica. El camino puede ser colocarse en el conjunto de emociones, sentimientos y gustos que ellos tienen para construir desde allí una reaproximación a los valores consagrados. Esta sería la tarea completamente novedosa para lo mejor de la inteligencia argentina, de la dirigencia política y del ánimo solidario.
Algo de esto conversé en Mendoza con el reflexivo periodista Carlos La Rosa, pensando que esos 40.000 jóvenes probablemente se interesen por las prácticas deportivas y algunas formas de actividades artísticas, que pueden ser ofrecidas y sistematizadas desde los numerosos clubes y entidades vecinales con que cuenta la provincia. Es a partir de esos atractivos como después se podrá proponer, de modo pausado y sin presión, el agregado de formación laboral o de educación más completa. Lo esbozado implica, por cierto, que el Estado provincial, en ese caso, rompa sus compartimientos estancos para que los ministerios de seguridad, deportes, cultura, educación y salud inventen con los voluntarios y las entidades intermedias programas múltiples, ricos, atractivos.
Esa conversación la he repetido en Buenos Aires con el dirigente de River Plate Rodolfo D’Onofrio. D’Onofrio ha llegado a conclusiones parecidas acompañando al equipo a presentaciones en el interior y me relató su experiencia en Jujuy, donde la gente más pobre y de todas las localidades se movilizaba no sólo para los partidos sino para acompañar los desplazamientos de los jugadores. La anomia de los excluidos no es absoluta, hay otros gustos y valores por los que se puede entrar en su interés y proponer llamadores completamente iconoclastas pero que acaso funcionen.
No hay que dar vuelta la cara. Los argentinos tenemos un problema dramático con nuestros excluidos incurables, un problema que nos debe avergonzar y que, querámoslo o no, nos amenaza. Pero, ¿por qué no podemos tener el ingenio y el coraje para encontrar soluciones no convencionales? ¿Por qué no podemos inventar remedios nuevos para esta enfermedad incurable con los métodos clásicos? ¿Y por qué no empezar ya mismo?
La exclusión anómica masiva es una enfermedad nueva en la sociedad argentina, pero si no actuamos bien y con energía, se puede volver crónica.
¿No es eso lo que nos están anunciando los miles de niños que llegan a la escuela sin conocer la cultura del trabajo en su propio hogar?
El autor es economista e historiador
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jueves, marzo 13, 2008
Los excluidos incurables
Por Daniel Larriqueta
En la matrícula de las escuelas primarias de la provincia de Buenos Aires con que empieza el año lectivo, un 23 por ciento de los inscriptos corresponde a niños que son hijos de padres que no trabajaron nunca. Como está dicho: no trabajaron nunca. Es una masa impresionante de niños argentinos hijos de padres argentinos que conforman, de este modo, otra cultura, otro sistema de valores, otra sociedad. ¿Otro país?
Niños que, sin duda, llegan a la escuela sin patrones culturales ligados al esfuerzo o a la disciplina. Y detrás de ellos están esos padres que conforman un grupo social amplísimo y claramente excluido, no sólo en lo económico, sino, probablemente, también en lo sociopsicológico.
Hace algunas semanas, el diario Los Andes, de Mendoza, publicó una información ligada a los problemas de seguridad, y dijo que en esa provincia, con una población de alrededor de 1,8 millones de personas, había 40.000 jóvenes que no trabajaban ni estudiaban; y que el paso de algunos de ellos por los centros urbanos resultaba en problemas graves de seguridad.
El dato me sorprendió por el volumen, pero ya unos meses antes, en una rueda con médicos que actúan en los hospitales del Gran Mendoza, había escuchado la aflicción por el desamparo y la anomia con que llegaba la gente a los centros de salud, y los problemas sociales y familiares que se podían advertir.
Si las cifras de Mendoza son buen indicador, se debe calcular que, en el conjunto nacional, la cantidad de jóvenes en tal situación de exclusión absoluta llega al millón, o sea, un poco más del 2 por ciento de la población total.
No necesito subrayarlo, se trata de un verdadero ejército de jóvenes excluidos, autoexcluidos, desesperanzados o definitivamente desenganchados del sistema de valores sobre el que se asienta la identidad de la Argentina y nuestro sistema convivencial.
Porque el aspecto dramático de la cuestión no es tanto la insuficiencia de las políticas de inclusión clásicas –educación, trabajo, asistencia social–, que podría ser superada por una gestión pública eficaz, sino la duda de si esos compatriotas tienen voluntad de reinsertarse en el modo de vida y el sistema de valores del país. Tendemos a pensar que estando todos sumidos en una sociedad de consumo trepidante, ella ha de proveer los estímulos para que este grupo social emprenda el camino de la reinserción. Nada más incierto.
Durante el verano, un amigo abogado laboralista tropezó en Mar del Plata con un grupo de muchachos que se refugiaban de la lluvia sentados en una esquina. Les preguntó por qué no cruzaban al shopping que estaba a un paso y recibió una respuesta cabal: “No hay nada para nosotros allí adentro”. Y articulando esta respuesta con las experiencias que ya lleva hechas Mendoza con sus excluidos, se entienden los resultados: los programas mendocinos de inclusión han tenido hasta ahora un éxito de sólo el 4 por ciento.
Pareciera que estamos ahora ante la manifestación ácida de lo que hemos venido temiendo en los últimos años: la anomia, la ruptura del sistema de valores, la pérdida de sentido para la vida de muchos argentinos, ese millón de jóvenes y sus hijos y acaso también otros mayores que no detectamos con tanta facilidad. Este asunto es un vitriolo para la sociedad argentina, un daño capaz de descalzar no sólo el anhelo de seguridad, sino la pervivencia del modelo de esfuerzo con que se construyó nuestro país y que la mayoría considera, aún, virtuoso. Y es un tema de la sociedad argentina, porque en otras sociedades de la región hay formas de exclusión crónica que llenan las páginas policiales, pero no parecen desestabilizar el conjunto.
Lo dicho no es una afirmación de orgullo, sino de desafío. Habrá quienes piensen que la política del garrote puede permitir encapsular territorial y socialmente a tales personas. Aparte de las consideraciones morales, esa política compromete el desarrollo social y condena a los países a permanecer en una doble legitimidad incompatible con el progreso. Se deteriora la paz interior, se pierden energías creadoras y, antes o después, se puede asistir al estallido de esas cápsulas que parecían tan ingeniosas.
Se me ocurre que el desafío hay que asumirlo con libertad creadora y una fuerte dosis de humildad. No se trata de llegar a esos compatriotas con el conjunto de valores que a nosotros nos parecen “correctos” y proponerlos con una actitud docente y jerárquica. El camino puede ser colocarse en el conjunto de emociones, sentimientos y gustos que ellos tienen para construir desde allí una reaproximación a los valores consagrados. Esta sería la tarea completamente novedosa para lo mejor de la inteligencia argentina, de la dirigencia política y del ánimo solidario.
Algo de esto conversé en Mendoza con el reflexivo periodista Carlos La Rosa, pensando que esos 40.000 jóvenes probablemente se interesen por las prácticas deportivas y algunas formas de actividades artísticas, que pueden ser ofrecidas y sistematizadas desde los numerosos clubes y entidades vecinales con que cuenta la provincia. Es a partir de esos atractivos como después se podrá proponer, de modo pausado y sin presión, el agregado de formación laboral o de educación más completa. Lo esbozado implica, por cierto, que el Estado provincial, en ese caso, rompa sus compartimientos estancos para que los ministerios de seguridad, deportes, cultura, educación y salud inventen con los voluntarios y las entidades intermedias programas múltiples, ricos, atractivos.
Esa conversación la he repetido en Buenos Aires con el dirigente de River Plate Rodolfo D’Onofrio. D’Onofrio ha llegado a conclusiones parecidas acompañando al equipo a presentaciones en el interior y me relató su experiencia en Jujuy, donde la gente más pobre y de todas las localidades se movilizaba no sólo para los partidos sino para acompañar los desplazamientos de los jugadores. La anomia de los excluidos no es absoluta, hay otros gustos y valores por los que se puede entrar en su interés y proponer llamadores completamente iconoclastas pero que acaso funcionen.
No hay que dar vuelta la cara. Los argentinos tenemos un problema dramático con nuestros excluidos incurables, un problema que nos debe avergonzar y que, querámoslo o no, nos amenaza. Pero, ¿por qué no podemos tener el ingenio y el coraje para encontrar soluciones no convencionales? ¿Por qué no podemos inventar remedios nuevos para esta enfermedad incurable con los métodos clásicos? ¿Y por qué no empezar ya mismo?
La exclusión anómica masiva es una enfermedad nueva en la sociedad argentina, pero si no actuamos bien y con energía, se puede volver crónica.
¿No es eso lo que nos están anunciando los miles de niños que llegan a la escuela sin conocer la cultura del trabajo en su propio hogar?
El autor es economista e historiador
En la matrícula de las escuelas primarias de la provincia de Buenos Aires con que empieza el año lectivo, un 23 por ciento de los inscriptos corresponde a niños que son hijos de padres que no trabajaron nunca. Como está dicho: no trabajaron nunca. Es una masa impresionante de niños argentinos hijos de padres argentinos que conforman, de este modo, otra cultura, otro sistema de valores, otra sociedad. ¿Otro país?
Niños que, sin duda, llegan a la escuela sin patrones culturales ligados al esfuerzo o a la disciplina. Y detrás de ellos están esos padres que conforman un grupo social amplísimo y claramente excluido, no sólo en lo económico, sino, probablemente, también en lo sociopsicológico.
Hace algunas semanas, el diario Los Andes, de Mendoza, publicó una información ligada a los problemas de seguridad, y dijo que en esa provincia, con una población de alrededor de 1,8 millones de personas, había 40.000 jóvenes que no trabajaban ni estudiaban; y que el paso de algunos de ellos por los centros urbanos resultaba en problemas graves de seguridad.
El dato me sorprendió por el volumen, pero ya unos meses antes, en una rueda con médicos que actúan en los hospitales del Gran Mendoza, había escuchado la aflicción por el desamparo y la anomia con que llegaba la gente a los centros de salud, y los problemas sociales y familiares que se podían advertir.
Si las cifras de Mendoza son buen indicador, se debe calcular que, en el conjunto nacional, la cantidad de jóvenes en tal situación de exclusión absoluta llega al millón, o sea, un poco más del 2 por ciento de la población total.
No necesito subrayarlo, se trata de un verdadero ejército de jóvenes excluidos, autoexcluidos, desesperanzados o definitivamente desenganchados del sistema de valores sobre el que se asienta la identidad de la Argentina y nuestro sistema convivencial.
Porque el aspecto dramático de la cuestión no es tanto la insuficiencia de las políticas de inclusión clásicas –educación, trabajo, asistencia social–, que podría ser superada por una gestión pública eficaz, sino la duda de si esos compatriotas tienen voluntad de reinsertarse en el modo de vida y el sistema de valores del país. Tendemos a pensar que estando todos sumidos en una sociedad de consumo trepidante, ella ha de proveer los estímulos para que este grupo social emprenda el camino de la reinserción. Nada más incierto.
Durante el verano, un amigo abogado laboralista tropezó en Mar del Plata con un grupo de muchachos que se refugiaban de la lluvia sentados en una esquina. Les preguntó por qué no cruzaban al shopping que estaba a un paso y recibió una respuesta cabal: “No hay nada para nosotros allí adentro”. Y articulando esta respuesta con las experiencias que ya lleva hechas Mendoza con sus excluidos, se entienden los resultados: los programas mendocinos de inclusión han tenido hasta ahora un éxito de sólo el 4 por ciento.
Pareciera que estamos ahora ante la manifestación ácida de lo que hemos venido temiendo en los últimos años: la anomia, la ruptura del sistema de valores, la pérdida de sentido para la vida de muchos argentinos, ese millón de jóvenes y sus hijos y acaso también otros mayores que no detectamos con tanta facilidad. Este asunto es un vitriolo para la sociedad argentina, un daño capaz de descalzar no sólo el anhelo de seguridad, sino la pervivencia del modelo de esfuerzo con que se construyó nuestro país y que la mayoría considera, aún, virtuoso. Y es un tema de la sociedad argentina, porque en otras sociedades de la región hay formas de exclusión crónica que llenan las páginas policiales, pero no parecen desestabilizar el conjunto.
Lo dicho no es una afirmación de orgullo, sino de desafío. Habrá quienes piensen que la política del garrote puede permitir encapsular territorial y socialmente a tales personas. Aparte de las consideraciones morales, esa política compromete el desarrollo social y condena a los países a permanecer en una doble legitimidad incompatible con el progreso. Se deteriora la paz interior, se pierden energías creadoras y, antes o después, se puede asistir al estallido de esas cápsulas que parecían tan ingeniosas.
Se me ocurre que el desafío hay que asumirlo con libertad creadora y una fuerte dosis de humildad. No se trata de llegar a esos compatriotas con el conjunto de valores que a nosotros nos parecen “correctos” y proponerlos con una actitud docente y jerárquica. El camino puede ser colocarse en el conjunto de emociones, sentimientos y gustos que ellos tienen para construir desde allí una reaproximación a los valores consagrados. Esta sería la tarea completamente novedosa para lo mejor de la inteligencia argentina, de la dirigencia política y del ánimo solidario.
Algo de esto conversé en Mendoza con el reflexivo periodista Carlos La Rosa, pensando que esos 40.000 jóvenes probablemente se interesen por las prácticas deportivas y algunas formas de actividades artísticas, que pueden ser ofrecidas y sistematizadas desde los numerosos clubes y entidades vecinales con que cuenta la provincia. Es a partir de esos atractivos como después se podrá proponer, de modo pausado y sin presión, el agregado de formación laboral o de educación más completa. Lo esbozado implica, por cierto, que el Estado provincial, en ese caso, rompa sus compartimientos estancos para que los ministerios de seguridad, deportes, cultura, educación y salud inventen con los voluntarios y las entidades intermedias programas múltiples, ricos, atractivos.
Esa conversación la he repetido en Buenos Aires con el dirigente de River Plate Rodolfo D’Onofrio. D’Onofrio ha llegado a conclusiones parecidas acompañando al equipo a presentaciones en el interior y me relató su experiencia en Jujuy, donde la gente más pobre y de todas las localidades se movilizaba no sólo para los partidos sino para acompañar los desplazamientos de los jugadores. La anomia de los excluidos no es absoluta, hay otros gustos y valores por los que se puede entrar en su interés y proponer llamadores completamente iconoclastas pero que acaso funcionen.
No hay que dar vuelta la cara. Los argentinos tenemos un problema dramático con nuestros excluidos incurables, un problema que nos debe avergonzar y que, querámoslo o no, nos amenaza. Pero, ¿por qué no podemos tener el ingenio y el coraje para encontrar soluciones no convencionales? ¿Por qué no podemos inventar remedios nuevos para esta enfermedad incurable con los métodos clásicos? ¿Y por qué no empezar ya mismo?
La exclusión anómica masiva es una enfermedad nueva en la sociedad argentina, pero si no actuamos bien y con energía, se puede volver crónica.
¿No es eso lo que nos están anunciando los miles de niños que llegan a la escuela sin conocer la cultura del trabajo en su propio hogar?
El autor es economista e historiador
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miércoles, octubre 31, 2007
El desafío de rescatar e incluir a millones de jóvenes excluídos
La delincuencia juvenil, que supone una de las grandes preocupaciones de la sociedad latinoamericana, debe afrontarse desde un enfoque integrado que, al tiempo que profesionaliza y mejora la calidad de la policía, pone el énfasis en la mayor inversión en educación, la protección de la familia, y asegura un primer empleo decente para los jóvenes excluidos.
Por Bernardo Kliksberg
LA PREOCUPACIÓN MÁS IMPORTANTE de los latinoamericanos después de la desocupación, es la criminalidad. En los últimos 25 años se duplicó, pasó de 12 homicidios cada 100.000 habitantes por año, a 25 homicidios. La región se ha convertido en una de las más inseguras del planeta.
Frente a los legítimos reclamos de la ciudadanía por más seguridad, han ido ganando terreno algunos sectores que propugnan que la solución está en la mano dura. Prometen un alivio fácil encarcelando menores, aumentando la discreción policial, subiendo las penas. Sin embargo, la mano dura ha terminado en todos lados en grandes fracasos.
“Un informe sobre El Salvador, Honduras y Guatemala muestra que las cárceles se hacinaron de jóvenes en su gran mayoría pobres, pero el delito no disminuyó”
Un informe de la Agencia de Desarrollo de Estados Unidos sobre tres países donde se aplicó (El Salvador, Honduras y Guatemala) muestra que las cárceles se hacinaron de jóvenes en su gran mayoría pobres, pero el delito no disminuyó. El estudio encontró que la única relación con el Estado de esos jóvenes era la policía. Ello tendía a arrojarlos más fuera todavía de la sociedad.
UNO DE CADA CUATRO ESTÁ EXCLUÍDO
El informe llega a la conclusión de que la mano dura está motivada políticamente… es más fácil golpear a los integrantes de las bandas de jóvenes delincuentes que encarar los problemas sociales más complicados que se hallan detrás de su existencia, como la desigualdad en los ingresos y la pobreza.
“La ola de delitos menores está ligada a la alta desocupación juvenil, la baja educación, y el hecho de provenir de familias pobres”Por otro lado, es imprescindible diferenciar el crimen organizado, las mafias de la droga, los secuestros, la trata de mujeres y niños, a las que se debe desarmar aplicándoles todo el peso de la ley, de la delincuencia de jóvenes que empiezan con delitos menores, y después pueden llegar a ser mano de obra reclutable por las mafias.
Los datos muestran que la ola de delitos menores, está profundamente ligada a la alta desocupación juvenil, la baja educación, y el hecho de provenir de familias desarticuladas por la pobreza. Uno de cuatro jóvenes latinoamericanos está fuera del sistema educativo, del mercado laboral, y en muchos casos su familia es muy débil.
Son más de 50 millones de jóvenes que están fuera de todo, y por tanto se sienten acorralados por la sociedad.
MÁS ALLÁ DE LA MANO DURA
Los países que han derrotado la criminalidad no practican la mano dura. Son líderes mundiales: Noruega (menos de 1 homicidio cada 100.000 habitantes por año), Dinamarca (1,1), Suecia (1,2). Todos ellos tienen un número de policías muy pequeño respecto a la población. No tienen delitos debido a su tan reconocido modelo social que asegura educación, salud, y empleo a todos.
“La mano dura que da resultados, es antiética, y agrava el problema” La delincuencia juvenil puede enfrentarse en América Latina. La respuesta real está en trabajar desde un enfoque integrado que al mismo tiempo que profesionaliza y mejora la calidad de la policía, pone el énfasis en la mayor inversión en educación, proteger a la familia, y asegurar un primer empleo decente para los jóvenes excluidos.
Lula ha destacado que es más costoso construir una celda que un aula, y Kirchner ha resaltado que la seguridad no se construye con un palo en la mano.
Debe haber un amplia concertación social entre políticas públicas afirmativas orientadas a la inclusión social de los jóvenes marginados, empresas privadas socialmente responsables, que colaboren con ellas facilitando empleos, una sociedad civil que ayude activamente a integrarlos.
El desafío es rescatar e incluir a los millones de jóvenes hoy sin lugar en la sociedad, construyendo la mano amiga en lugar de sólo reprimir a través de la mano dura que no da resultados, es antiética, y agrava el problema.
Por Bernardo Kliksberg
LA PREOCUPACIÓN MÁS IMPORTANTE de los latinoamericanos después de la desocupación, es la criminalidad. En los últimos 25 años se duplicó, pasó de 12 homicidios cada 100.000 habitantes por año, a 25 homicidios. La región se ha convertido en una de las más inseguras del planeta.
Frente a los legítimos reclamos de la ciudadanía por más seguridad, han ido ganando terreno algunos sectores que propugnan que la solución está en la mano dura. Prometen un alivio fácil encarcelando menores, aumentando la discreción policial, subiendo las penas. Sin embargo, la mano dura ha terminado en todos lados en grandes fracasos.
“Un informe sobre El Salvador, Honduras y Guatemala muestra que las cárceles se hacinaron de jóvenes en su gran mayoría pobres, pero el delito no disminuyó”
Un informe de la Agencia de Desarrollo de Estados Unidos sobre tres países donde se aplicó (El Salvador, Honduras y Guatemala) muestra que las cárceles se hacinaron de jóvenes en su gran mayoría pobres, pero el delito no disminuyó. El estudio encontró que la única relación con el Estado de esos jóvenes era la policía. Ello tendía a arrojarlos más fuera todavía de la sociedad.
UNO DE CADA CUATRO ESTÁ EXCLUÍDO
El informe llega a la conclusión de que la mano dura está motivada políticamente… es más fácil golpear a los integrantes de las bandas de jóvenes delincuentes que encarar los problemas sociales más complicados que se hallan detrás de su existencia, como la desigualdad en los ingresos y la pobreza.
“La ola de delitos menores está ligada a la alta desocupación juvenil, la baja educación, y el hecho de provenir de familias pobres”Por otro lado, es imprescindible diferenciar el crimen organizado, las mafias de la droga, los secuestros, la trata de mujeres y niños, a las que se debe desarmar aplicándoles todo el peso de la ley, de la delincuencia de jóvenes que empiezan con delitos menores, y después pueden llegar a ser mano de obra reclutable por las mafias.
Los datos muestran que la ola de delitos menores, está profundamente ligada a la alta desocupación juvenil, la baja educación, y el hecho de provenir de familias desarticuladas por la pobreza. Uno de cuatro jóvenes latinoamericanos está fuera del sistema educativo, del mercado laboral, y en muchos casos su familia es muy débil.
Son más de 50 millones de jóvenes que están fuera de todo, y por tanto se sienten acorralados por la sociedad.
MÁS ALLÁ DE LA MANO DURA
Los países que han derrotado la criminalidad no practican la mano dura. Son líderes mundiales: Noruega (menos de 1 homicidio cada 100.000 habitantes por año), Dinamarca (1,1), Suecia (1,2). Todos ellos tienen un número de policías muy pequeño respecto a la población. No tienen delitos debido a su tan reconocido modelo social que asegura educación, salud, y empleo a todos.
“La mano dura que da resultados, es antiética, y agrava el problema” La delincuencia juvenil puede enfrentarse en América Latina. La respuesta real está en trabajar desde un enfoque integrado que al mismo tiempo que profesionaliza y mejora la calidad de la policía, pone el énfasis en la mayor inversión en educación, proteger a la familia, y asegurar un primer empleo decente para los jóvenes excluidos.
Lula ha destacado que es más costoso construir una celda que un aula, y Kirchner ha resaltado que la seguridad no se construye con un palo en la mano.
Debe haber un amplia concertación social entre políticas públicas afirmativas orientadas a la inclusión social de los jóvenes marginados, empresas privadas socialmente responsables, que colaboren con ellas facilitando empleos, una sociedad civil que ayude activamente a integrarlos.
El desafío es rescatar e incluir a los millones de jóvenes hoy sin lugar en la sociedad, construyendo la mano amiga en lugar de sólo reprimir a través de la mano dura que no da resultados, es antiética, y agrava el problema.
El desafío de rescatar e incluir a millones de jóvenes excluídos
La delincuencia juvenil, que supone una de las grandes preocupaciones de la sociedad latinoamericana, debe afrontarse desde un enfoque integrado que, al tiempo que profesionaliza y mejora la calidad de la policía, pone el énfasis en la mayor inversión en educación, la protección de la familia, y asegura un primer empleo decente para los jóvenes excluidos.
Por Bernardo Kliksberg
LA PREOCUPACIÓN MÁS IMPORTANTE de los latinoamericanos después de la desocupación, es la criminalidad. En los últimos 25 años se duplicó, pasó de 12 homicidios cada 100.000 habitantes por año, a 25 homicidios. La región se ha convertido en una de las más inseguras del planeta.
Frente a los legítimos reclamos de la ciudadanía por más seguridad, han ido ganando terreno algunos sectores que propugnan que la solución está en la mano dura. Prometen un alivio fácil encarcelando menores, aumentando la discreción policial, subiendo las penas. Sin embargo, la mano dura ha terminado en todos lados en grandes fracasos.
“Un informe sobre El Salvador, Honduras y Guatemala muestra que las cárceles se hacinaron de jóvenes en su gran mayoría pobres, pero el delito no disminuyó”
Un informe de la Agencia de Desarrollo de Estados Unidos sobre tres países donde se aplicó (El Salvador, Honduras y Guatemala) muestra que las cárceles se hacinaron de jóvenes en su gran mayoría pobres, pero el delito no disminuyó. El estudio encontró que la única relación con el Estado de esos jóvenes era la policía. Ello tendía a arrojarlos más fuera todavía de la sociedad.
UNO DE CADA CUATRO ESTÁ EXCLUÍDO
El informe llega a la conclusión de que la mano dura está motivada políticamente… es más fácil golpear a los integrantes de las bandas de jóvenes delincuentes que encarar los problemas sociales más complicados que se hallan detrás de su existencia, como la desigualdad en los ingresos y la pobreza.
“La ola de delitos menores está ligada a la alta desocupación juvenil, la baja educación, y el hecho de provenir de familias pobres”Por otro lado, es imprescindible diferenciar el crimen organizado, las mafias de la droga, los secuestros, la trata de mujeres y niños, a las que se debe desarmar aplicándoles todo el peso de la ley, de la delincuencia de jóvenes que empiezan con delitos menores, y después pueden llegar a ser mano de obra reclutable por las mafias.
Los datos muestran que la ola de delitos menores, está profundamente ligada a la alta desocupación juvenil, la baja educación, y el hecho de provenir de familias desarticuladas por la pobreza. Uno de cuatro jóvenes latinoamericanos está fuera del sistema educativo, del mercado laboral, y en muchos casos su familia es muy débil.
Son más de 50 millones de jóvenes que están fuera de todo, y por tanto se sienten acorralados por la sociedad.
MÁS ALLÁ DE LA MANO DURA
Los países que han derrotado la criminalidad no practican la mano dura. Son líderes mundiales: Noruega (menos de 1 homicidio cada 100.000 habitantes por año), Dinamarca (1,1), Suecia (1,2). Todos ellos tienen un número de policías muy pequeño respecto a la población. No tienen delitos debido a su tan reconocido modelo social que asegura educación, salud, y empleo a todos.
“La mano dura que da resultados, es antiética, y agrava el problema” La delincuencia juvenil puede enfrentarse en América Latina. La respuesta real está en trabajar desde un enfoque integrado que al mismo tiempo que profesionaliza y mejora la calidad de la policía, pone el énfasis en la mayor inversión en educación, proteger a la familia, y asegurar un primer empleo decente para los jóvenes excluidos.
Lula ha destacado que es más costoso construir una celda que un aula, y Kirchner ha resaltado que la seguridad no se construye con un palo en la mano.
Debe haber un amplia concertación social entre políticas públicas afirmativas orientadas a la inclusión social de los jóvenes marginados, empresas privadas socialmente responsables, que colaboren con ellas facilitando empleos, una sociedad civil que ayude activamente a integrarlos.
El desafío es rescatar e incluir a los millones de jóvenes hoy sin lugar en la sociedad, construyendo la mano amiga en lugar de sólo reprimir a través de la mano dura que no da resultados, es antiética, y agrava el problema.
Por Bernardo Kliksberg
LA PREOCUPACIÓN MÁS IMPORTANTE de los latinoamericanos después de la desocupación, es la criminalidad. En los últimos 25 años se duplicó, pasó de 12 homicidios cada 100.000 habitantes por año, a 25 homicidios. La región se ha convertido en una de las más inseguras del planeta.
Frente a los legítimos reclamos de la ciudadanía por más seguridad, han ido ganando terreno algunos sectores que propugnan que la solución está en la mano dura. Prometen un alivio fácil encarcelando menores, aumentando la discreción policial, subiendo las penas. Sin embargo, la mano dura ha terminado en todos lados en grandes fracasos.
“Un informe sobre El Salvador, Honduras y Guatemala muestra que las cárceles se hacinaron de jóvenes en su gran mayoría pobres, pero el delito no disminuyó”
Un informe de la Agencia de Desarrollo de Estados Unidos sobre tres países donde se aplicó (El Salvador, Honduras y Guatemala) muestra que las cárceles se hacinaron de jóvenes en su gran mayoría pobres, pero el delito no disminuyó. El estudio encontró que la única relación con el Estado de esos jóvenes era la policía. Ello tendía a arrojarlos más fuera todavía de la sociedad.
UNO DE CADA CUATRO ESTÁ EXCLUÍDO
El informe llega a la conclusión de que la mano dura está motivada políticamente… es más fácil golpear a los integrantes de las bandas de jóvenes delincuentes que encarar los problemas sociales más complicados que se hallan detrás de su existencia, como la desigualdad en los ingresos y la pobreza.
“La ola de delitos menores está ligada a la alta desocupación juvenil, la baja educación, y el hecho de provenir de familias pobres”Por otro lado, es imprescindible diferenciar el crimen organizado, las mafias de la droga, los secuestros, la trata de mujeres y niños, a las que se debe desarmar aplicándoles todo el peso de la ley, de la delincuencia de jóvenes que empiezan con delitos menores, y después pueden llegar a ser mano de obra reclutable por las mafias.
Los datos muestran que la ola de delitos menores, está profundamente ligada a la alta desocupación juvenil, la baja educación, y el hecho de provenir de familias desarticuladas por la pobreza. Uno de cuatro jóvenes latinoamericanos está fuera del sistema educativo, del mercado laboral, y en muchos casos su familia es muy débil.
Son más de 50 millones de jóvenes que están fuera de todo, y por tanto se sienten acorralados por la sociedad.
MÁS ALLÁ DE LA MANO DURA
Los países que han derrotado la criminalidad no practican la mano dura. Son líderes mundiales: Noruega (menos de 1 homicidio cada 100.000 habitantes por año), Dinamarca (1,1), Suecia (1,2). Todos ellos tienen un número de policías muy pequeño respecto a la población. No tienen delitos debido a su tan reconocido modelo social que asegura educación, salud, y empleo a todos.
“La mano dura que da resultados, es antiética, y agrava el problema” La delincuencia juvenil puede enfrentarse en América Latina. La respuesta real está en trabajar desde un enfoque integrado que al mismo tiempo que profesionaliza y mejora la calidad de la policía, pone el énfasis en la mayor inversión en educación, proteger a la familia, y asegurar un primer empleo decente para los jóvenes excluidos.
Lula ha destacado que es más costoso construir una celda que un aula, y Kirchner ha resaltado que la seguridad no se construye con un palo en la mano.
Debe haber un amplia concertación social entre políticas públicas afirmativas orientadas a la inclusión social de los jóvenes marginados, empresas privadas socialmente responsables, que colaboren con ellas facilitando empleos, una sociedad civil que ayude activamente a integrarlos.
El desafío es rescatar e incluir a los millones de jóvenes hoy sin lugar en la sociedad, construyendo la mano amiga en lugar de sólo reprimir a través de la mano dura que no da resultados, es antiética, y agrava el problema.
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