viernes, julio 20, 2007

El amor judío de Mussolini


Por Marcos Aguinis


Margherita Sarfatti fue una mujer hermosa, culta y apasionada, que dominaba cuatro idiomas y conoció a Benito Mussolini durante sus juveniles luchas marxistas. Lo siguió en su rápido ascenso al poder, hasta convertirse en una de sus propagandistas más convincentes dentro de Italia y fuera de ella, incluso en los Estados Unidos, donde fue recibida con honores por el presidente Roosevelt y su esposa, Eleanor. Alternó con periodistas de la talla de William Randolph Hearst, discutió en el fermentado mundo intelectual y forjó una amistad con el presidente de la Universidad de Columbia, en cuyos archivos se guarda como un tesoro la mayoría de sus cartas y documentos. Se decía entonces que Roma volvía a ser la capital del mundo y que Roosevelt aplicaba las políticas económicas de Mussolini.

Millones de oyentes escucharon las exposiciones de Margherita en fluido inglés por la cadena NBC: Italia había superado la anarquía de la guerra, conseguía un rápido crecimiento económico, eliminaba la lucha de clases y había evitado el genocidio que hubieran perpetrado los bolcheviques. Las artes y ciencias recibían un gran impulso desde el Estado. La "mano fuerte" del líder convenía a la indisciplina de los italianos. "¿Qué es el fascismo? -insistía-. ¡Es socialismo!" El socialismo bueno, inclusivo, esperanzador. Había dejado atrás la imperfecta democracia y las exclusiones comunistas.

Margherita y Benito mantuvieron un prolongado romance que fue quebrado cuando el Duce aceptó someterse a las leyes raciales de Hitler. Ella fue entonces autorizada para partir al exilio. Fue una brutal ironía para quien había sido una resonante difusora de las ideas del fascismo y ahora se convertía en su víctima. Quedó entre dos fuegos: el odio de los antifascistas y el odio de los fascistas que no le perdonaban su origen judío.

Luego de pasar por París y no conseguir ingresar en los Estados Unidos, vino a establecerse durante siete años a Uruguay y a la Argentina. Ya era amiga del maestro Petorutti. Su agitada historia acaba de ser narrada con precisión y suspenso por Daniel Gutman en su libro El amor judío de Mussolini, del fascismo al exilio , editado por Lumière .

La evoco ahora porque el miércoles se cumplieron 60 años de su vuelo en Aerolíneas Argentinas rumbo a Italia, de donde no regresaría jamás. Su vida y sus acciones, no obstante, aún brindan lecciones de alto voltaje.

Mussolini tuvo decenas de amantes, pero Margherita no fue una más: su relación duró décadas y estuvo mechada por polémicas. Aunque el Duce solía decir: "Los judíos son mis peores enemigos" y se había opuesto a que su hija Edda se casara con uno de ellos, no los persiguió y mantuvo como ministro de Finanzas al judío Guido Jung hasta 1935. Finalmente, casó a Edda con el conde Galeazzo Ciano, a quien designó canciller cuando tenía 33 años, el más joven de Europa. Ciano más adelante lo traicionó y fue fusilado por los fascistas en presencia de oficiales nazis.

A medida que crecía su poder, menos toleraba Mussolini los disensos, en particular los femeninos. Esto marcó crecientes diferencias con Margherita. Además, el Duce empezó a elegir amantes cada vez más jóvenes. La última, Clareta Petacci, tenía 32 años menos que él. Margherita publicó varios libros, muchos dedicados al arte. Fue la autora de la primera biografía oficial del Duce - Dux -, que se tradujo a 18 idiomas, agotó innumerables ediciones y le dio fama universal. Lo exaltó como el hombre que se hizo a sí mismo y enderezó la historia de Italia. A Margherita la llamaron "zarina del arte". Ante ella se inclinaban, reverentes, funcionarios y diplomáticos. Coleccionaba obras de vanguardia de muchos autores condenados después por el nazifascismo. Como dijimos, había conocido a Mussolini en la juventud, cuando éste, en Milán, editaba el periódico socialista Avanti! Ella era una deslumbrante pelirroja, miembro de una aristocrática familia judía radicada en Venecia desde hacía centurias. Esto impresionó al hijo de herrero, muy histriónico, pero poco esclarecido. Escuchó con embeleso relatos, descripciones y teorías acumuladas en la mente de esta mujer refinada.

Más adelante, en su camino al exilio, Margherita volvió a encontrarse con una vieja conocida, Alma Mahler, quien huía de Austria con su nuevo esposo, el poeta judío Franz Werfel. Alma escribió entonces: "Cuando la vi por primera vez, era la reina sin corona de Italia; ahora es una mendiga real en el exilio; viene a visitarnos con frecuencia y su vitalidad anima a todos los emigrados". Era frecuentada por Jean Cocteau y otros personajes ilustres. Dio numerosas conferencias en el Louvre en perfecto francés; su erudición era asombrosa.

Margherita escribió que desde que había llegado a su exilio parisiense se había sentido rodeada de gente buena, lejos del veneno, la presión, la falsedad y la crueldad. "Mis libros en Italia ahora no son leídos. Creo que serán quemados con todos los libros escritos por judíos en una ceremonia solemne." Muchos de ellos habían sido prologados por el mismo Duce y el absurdo sonaba a humor negro. "Las medidas tomadas en Italia en tres semanas van más lejos que las de Alemania en cinco años de persecución." Esto se contradecía con la promesa que Mussolini había transmitido a millones de italianos americanos y a toda América de que jamás tomaría medidas antisemitas. Margherita advirtió algo que antes no había querido ver: su cínico oportunismo.

En el primer encuentro que habían tenido ambos dictadores en 1934, Mussolini dijo a Hitler que defendería la independencia de Austria. Luego, mareado por delirios imperiales, lo apoyó en todo lo que exigía el teutón, incluidas las leyes raciales.

Antes de expulsarla, el Duce había vuelto a pedir la ayuda de Margherita para mejorar su perfil internacional, deteriorado por su invasión de Etiopía. Pero en mayo de 1936, frente a una multitud extasiada, anunció el nacimiento del imperio fascista. La Sociedad de Naciones le aplicó sanciones. No obstante, Estados Unidos se negó a cumplirlas en su totalidad por ruegos de Margherita al presidente Roosevelt. Ella todavía conservaba la esperanza de impedir que Mussolini siguiera a Hitler. De haberlo logrado, Italia no habría participado de la Segunda Guerra Mundial, esquivándola como el astuto Franco. Entonces, ¿qué habría pasado con el fascismo?, se preguntó Daniel Gutman cuando lo entrevisté con motivo de su excelente biografía.

Al estallar la guerra, el cónsul italiano en Barcelona, que había sido amigo de Margherita, le aconsejó huir enseguida de Europa y le consiguió un pasaje en el transatlántico Augustus rumbo al Río de la Plata. Durante la escala en Río de Janeiro fue abordada por los periodistas y ella se limitó a decir: "De política no hablo". En Montevideo la esperaba su hijo Amedeo, también expulsado de Italia. El periódico Marcha quiso extraerle secretos, pero Margherita Sarfatti replicó que venía a estudiar el arte precolombino. El periodista describió su rostro marcado por los embates del tiempo: de su pasada belleza triunfante e irresistible aún quedaba la mirada femenina y alegre de sus grandes ojos verdosos. Sólo atinó a balbucear: "Europa... la pobre Europa, ya no sabe buscar su felicidad". Otro diario tituló: "Margherita Sarfatti, el gran amor del Duce, vive desterrada en Montevideo". La revista Atlántida de Buenos aires pudo extraerle confesiones de sus primeros años de lucha, llenos de sueños e intenciones fraternas. Escribió a Emilio Petorutti, que había frecuentado el salón de Margherita en Milán y en ese momento dirigía el Museo de Bellas Artes de La Plata. La invitó enseguida, enterado de su tragedia, pero chocó con la intelectualidad antifascista, que no olvidaba los servicios prestados al nefasto movimiento. Tampoco pudo conseguir el apoyo del periodista Natalio Botana ni de los diarios La Prensa y LA NACION. Trató de conectarse con Victoria Ocampo, quien había visitado al Duce en 1934, antes de su agresión africana, para exponerle sus ideas feministas. Mussolini la atendió cortésmente, pero al despedirla en la puerta, la espantó con esta frase: ¡Le donne, per parire! (Las mujeres, para parir). Victoria no olvidaba. Su revista Sur tomó partido en favor de Gran Bretaña y Francia: "Permanecer neutrales ante su suerte es permanecer neutrales ante nuestra propia suerte". Victoria Ocampo, junto con Natalio Botana, fundó en 1940 la Acción Antifascista.

La presencia de Margherita Sarfatti en el exilio desconcertaba. Los judíos italianos la esquivaron. Pero Victoria Ocampo, fiel a su estilo rebelde, tuvo el coraje de extenderle un consuelo. Le escribió a su amigo Roger Caillois: "Ya ves, perdono muchas cosas", y agregó que lo hacía con quienes no son personas insustanciales. La acompañó a la primera conferencia que dio Margherita, titulada "De la novela histórica a la historia novelada", dedicada a la literatura francesa. Victoria, al presentarla, evocó que Margherita Sarfatti escribía artículos anónimos desde los 14 años en diarios socialistas y recordó su campaña en favor de las libertades, en 1914. Evocó su primer libro, La milicia femenina, en Francia, sus cursos en italiano, francés, inglés y alemán, sus actuaciones en las universidades de Berlín, Colonia, Amsterdam, Grenoble, Columbia, y su devoción por el arte italiano. Respecto de sus vínculos con Mussolini, piadosamente no pronunció una palabra.

Luego le empezaron a publicar artículos en diarios y revistas junto a firmas destacadas del momento, todas ellas antifascistas. Pasaba los veranos en Uruguay y los inviernos en Buenos Aires. Por fin consiguió la simpatía de Natalio Botana, quien se fascinó ante el acopio de cultura, gracia y belleza que reunía esta mujer. Margherita siguió el dramático curso de la guerra y celebró la victoria aliada. También se mantuvo alerta frente a los acontecimientos que agitaron a la Argentina desde comienzos de los años 40. El naciente fenómeno peronista le generó un incómodo déjà vu . Pero prefirió concentrarse en sus caudalosos conocimientos artísticos y marginarse de la política hasta su muerte, en Italia, en 1961. Esta biografía la ha resucitado en su fascinante atractivo y complejidad.

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