Los datos de la macroeconomía no pueden ser mejores: un crecimiento que este año podría ser de 7,5 por ciento, una inflación controlada, reservas de más de veinte mil millones de dólares, cifra que nunca había tenido antes Perú, y una buena imagen del país ante las entidades financieras internacionales, que Estados Unidos acaba de confirmar, levantando los últimos obstáculos para la firma del Tratado de Libre Comercio, que abrirá a los exportadores peruanos el mercado más próspero del mundo. ¿Significa todo esto que Perú avanza ya, por fin, hacia el ansiado desarrollo y modernización, como lo han hecho Chile, España, Irlanda y tantos países asiáticos en las últimas décadas? No hay que llevar tan lejos el optimismo, porque, si bien las cosas que he señalado son alentadoras, hay otras que muestran las enormes dificultades que quedan por vencer, tantas y tan graves que podrían todavía echar por tierra lo alcanzado.
El subdesarrollo es uno de los obstáculos mayores para salir del subdesarrollo, aunque dicho así suene estúpido. Antes, el problema era la falta de recursos. Ahora hay recursos, pero no hay planes, ni infraestructura ni técnicos ni cuadros suficientes para ponerlos en práctica. El canon minero -porcentaje de los beneficios de las empresas mineras que va directamente a los municipios y gobiernos regionales- ha puesto en manos de estas autoridades sumas a veces elevadísimas -decenas, cientos de millones de dólares- que aquéllas no están en condiciones de aprovechar, por carecer de programas y de equipos capacitados. Lo que causa que esos recursos se despilfarren en gastos suntuarios y la corrupción haga de las suyas.
¿A cuántos peruanos beneficia de manera visible e inequívoca la prosperidad de que goza ahora Perú? Yo creo que a no más de un tercio. A los dos tercios restantes les llega apenas, porque las estructuras tradicionales, casi intocadas, impiden que exista esa igualdad de oportunidades sin la cual un país no progresa de verdad aunque sus cifras macroeconómicas sean sobresalientes y goce de elecciones libres y libertad de expresión.
La educación pública, una verdadera calamidad, condena a una enorme cantidad de peruanos a competir con insuperable desventaja para labrarse un porvenir con los peruanos de clase media y alta que reciben una buena formación escolar y profesional. Y la falta de infraestructura margina inevitablemente a quien vive y trabaja en el interior, y sobre todo en el Perú rural, en relación con quien lo hace en las ciudades, sobre todo costeñas y, principalmente, en Lima. El famoso derrame llega sólo a cuentagotas a esos sectores y eso, como es natural, desmoraliza y exaspera a los millones de pobres que oyen hablar de una situación excepcionalmente buena para el país y se sienten excluidos de esa supuesta bonanza. A ello se debe, en buena parte, la agitación social continua -huelgas, bloqueo de carreteras, toma de locales- que, tanto en la capital como en provincias, caracteriza a la actualidad peruana.
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