Consolidada como superpotencia económica, China busca ahora ser reconocida como actor político por derecho propio. Los 40 mil millones de dólares invertidos en los preparativos para las olimpíadas muestran que el gobierno apostó fuerte para transformar el mayor encuentro deportivo del mundo en el escenario de su legitimación internacional
Por Adriana La Rotta
El país más populoso del mundo, el que tiene mayor número de internautas, el principal productor de acero, el que más óxido de carbono lanza a la atmósfera, el que ha sacado de la pobreza al mayor número de personas, el que más sentencias de muerte aplica...
China es el gigante de nuestros tiempos. Un gigante contradictorio, confinado a la pobreza y al aislamiento durante la mayor parte del último siglo -el siglo de la humillación, lo llaman ellos-, pero que ha recuperado su supremacía económica y está en camino de convertirse en una potencia geopolítica: un relevamiento del Banco Mundial la ubicó cuarta en el ranking de las principales potencias mundiales, detrás de Estados Unidos, Japón y Alemania, pero antes de Francia y Gran Bretaña; en 2006, con 974 mil millones de dólares, fue la tercera potencia exportadora mundial y el primer comprador mundial de cemento, carbón, acero, níquel y aluminio. Fue también el segundo importador de petróleo, detrás de los Estados Unidos. Así y todo, su balanza comercial arrojó un superávit de 200.000 millones de dólares.
Pero en la psicología del gobierno -y cada vez más en la del pueblo chino-, el estatus de primera línea le será concedido el próximo 8 de agosto, cuando se inauguren en Pekín los XXIX Juegos Olímpicos. El énfasis del gobierno en la construcción del mejor escenario para su lanzamiento internacional -la inversión total ya llegó a los 40 mil millones de dólares; se esperan 500.000 visitantes y una audiencia de 4000 millones de televidentes- permite anticipar un evento en el que habrá mucho más de epopeya nacional, de celebración patriótica, que de torneo deportivo. Y que las hazañas de los atletas, seguramente, pasarán a un segundo plano, comparadas con la proeza que China siente haber conseguido: volver a ser relevante para el mundo, tras un largo y oprobioso paréntesis.
"China ha sido siempre una de las grandes civilizaciones, pero en el último siglo estuvo subyugada a los poderes occidentales. Pekín ve los Juegos como un símbolo de su resurrección como potencia y como una oportunidad para que el resto del mundo reconozca ese poder", dice Baohui Zhang, profesor de ciencias políticas en la Universidad Lingnan de Hong Kong.
A menos de dos meses del inicio de los Juegos, el ambiente Olímpico se respira en las grandes ciudades chinas, incluyendo a Hong Kong que, once años después del traspaso del control británico al chino, está redescubriendo el orgullo de formar parte de la "madre patria".
Grandes carteles luminosos en plazas, avenidas céntricas y estaciones de tren, en todas las grandes ciudades, llevan la cuenta regresiva para el inicio del evento, mientras que los medios oficiales dedican buena parte de su espacio a mostrar los preparativos en las sedes olímpicas y a hacer perfiles de los deportistas con potencial de ganar oro para el país.
Ninguna encuesta independiente ha medido el respaldo que la población china da a los Olímpicos, pero parece ser un apoyo masivo que el gobierno interpreta -quizás con razón- como un referendo de su propio desempeño. Una buena medida de hasta qué punto se han vuelto populares estos juegos entre la población la da un hecho singular: al menos 4 mil recién nacidos en los últimos meses han sido bautizados con el nombre Aoyun, que significa nada, más y nada menos, que "Juegos Olímpicos". Muchas empresas chinas, incluso las que no son patrocinadoras oficiales del evento, han diseñado sus campañas en sintonía con los Juegos y adoptando el mismo tono épico e inflamado de fervor patrio que destila la propaganda gubernamental (ver recuadro).
Al contrario de lo que sucedió en otros continentes en donde el paso de la Antorcha Olímpica fue recibido con protestas, en el territorio chino el símbolo ha tenido recepciones multitudinarias. Inclusive en Hong Kong, cuyos habitantes solían pensar en China como un país aparte, la llama fue vitoreada por un público arropado con enormes banderas rojas.
Los Juegos Olímpicos han sometido a China a un escrutinio internacional que no sólo le ha cambiado la fisonomía a las ciudades sedes, y en especial a Pekín, sino que ha introducido elementos de democracia que antes no existían en el país, entre ellos -el más notable-, la forma abierta y transparente con que el gobierno ha manejado la emergencia producida por el terremoto en Sichuan.
Podría decirse que es un escenario parecido al de Japón en 1964, cuando los Olímpicos de Tokio simbolizaron el cierre del capítulo de la posguerra y el comienzo de la recuperación espectacular de la economía nipona. Aunque muchos preferirían que hubiera más paralelos con la Olimpiada de Seúl en 1988, la que sirvió como catalizador del movimiento democrático que acabó con cuarenta años de gobiernos autoritarios y ayudó a propulsar el desarrollo coreano.
Pero el surgimiento de China como potencia global encarnado en los Olímpicos de Pekín también podría traer cambios no tan bienvenidos por Occidente. "China y su población van a emerger de los Juegos más confiados y por lo tanto más dispuestos a dar pelea -imagina el profesor Zhang-. No van a dejarse doblegar en términos diplomáticos y serán menos cooperativos. Esa nueva confianza puede ser una invitación al conflicto."
Como el surgimiento de China no es una expectativa sino una realidad, lo que desvela a los sinólogos es cómo el gigante hará uso de su nuevo estatus. "La fuerza es apenas una parte de la ecuación. Las intenciones -cómo usará China su poder- harán la diferencia entre la guerra y la paz", escribió Susan Shrik, alta funcionaria del Departamento de Estado norteamericano para asuntos chinos, en un libro que se ha convertido en una especie de Biblia para entender ya no el "efecto" sino la "amenaza" del gigante asiático.
Shrik sostiene que el principal objetivo político de los dirigentes chinos es mantener la estabilidad social porque en ella radica la supervivencia del gobierno. Por tanto, sus decisiones de política exterior estarán determinadas por la necesidad de mantener el consenso interno.
En un país de dimensiones continentales con más de cincuenta grupos raciales y enormes disparidades económicas -se estima que hay en China 350 mil millonarios, unos 800 multimillonarios y 124 millones de personas que viven todavía con menos de un dólar por día-, la estabilidad social vive en estado de permanente fragilidad. En este momento de la historia, no obstante, a menos de dos meses de los Juegos Olímpicos, Pekín tiene más consenso interno del que muchas veces se cree en Occidente.
Vientos nacionalistas
Casi tres décadas de vigoroso crecimiento han puesto al alcance de millones de personas en China bienes y servicios antes impensables. Por eso, las nuevas generaciones de chinos -que han visto a su país pasar de la pobreza a ser la cuarta economía del globo- son más pragmáticas que las anteriores y profundamente nacionalistas.
"Los jóvenes chinos son diferentes ahora porque nacieron en una sociedad más próspera y menos controlada. Son más individualistas, más sofisticados y están mejor informados. Las recientes manifestaciones de nacionalismo mostraron que también les interesa la política", dice la escritora Lijia Zhang, quien fue operaria en los años 80 en una fábrica de misiles en Nanjing y organizó protestas en 1989 en apoyo al levantamiento de los jóvenes en la plaza Tiananmen.
Zhang, quien vive ahora en Pekín, admite que la dieta de propaganda nacionalista que se les da a los jóvenes chinos ha moldeado sus posiciones políticas, pero eso, señala, no es lo único que explica por qué, en lugar de lanzarse a las calles a respaldar la independencia del Tíbet en marzo pasado, la juventud salió en masa a defender al gobierno. "Los chinos tienen buenas razones para estar orgullosos de lo que han conseguido. La fuerte explosión de nacionalismo fue provocada, en parte, por lo que es visto como una visión parcializada de la prensa extranjera", dice.
Lo que China piensa de sí misma y lo que se piensa de China en Occidente son dos visiones totalmente distintas, pero están relacionadas. China se percibe como una víctima de la avaricia y la envidia del Primer Mundo, a pesar de lo cual ha logrado dar saltos gigantescos que la han colocado en la ruta hacia convertirse en la principal economía del globo.
Aunque el gobierno no lo expresa de manera totalmente clara, Pekín condena la doble moral de Occidente, que reclama la independencia del Tíbet y condena las violaciones a los derechos humanos del régimen comunista mientras mantiene con China una lucrativa relación comercial.
No sorprende entonces que la prensa internacional, acostumbrada a reforzar la dicotomía entre Gobierno y ciudadanía, haya visto sorprendida cómo la juventud china, más expuesta que nunca a las influencias externas, tiene una mayor desconfianza hacia Occidente que sus antecesores.
"Yo veo que mis estudiantes dudan de la propaganda del gobierno porque saben que no es equilibrada, pero son mucho más escépticos de la democracia al estilo Occidental de lo que eran los jóvenes hace veinte años. La democracia como modelo no los inspira", dice Daniel Bell, profesor canadiense que enseña teoría política en la Universidad Tsinghua, una de las más prestigiosas del país.
Originaria de la provincia de Hubei, Wu Yun, una joven de 26 años a punto de terminar su maestría de ética en Tsinghua, explica por qué, pese a que no participó en las protestas en contra de los extranjeros a propósito del conflicto con Tíbet, sí entiende por qué fueron motivadas. "La mayoría de los chinos, incluyendo los jóvenes, prefiere adoptar la opinión unificada o autorizada de los hechos. En el caso del Tíbet, esa mayoría cree que el gobierno ha mejorado mucho las condiciones de vida en la región, por lo tanto los tibetanos no tienen motivos para oponerse al gobierno", explica Yun.
Si bien legítimas, las preocupaciones de los jóvenes que tienen acceso a la educación en las grandes ciudades son muy diferentes de los problemas que aquejan al 56% de la población que vive todavía en áreas rurales o a los 150 millones de trabajadores migrantes que han abandonado el campo en busca de prosperidad en las líneas de ensamblaje de las fábricas.
La industrialización ha ocasionado a millones de agricultores la pérdida de sus tierras y ha creado problemas ambientales que deterioran aún más su calidad de vida. Entre tanto, las reformas al sistema de salud -para alinearlo con una economía de mercado- han convertido a los médicos y los hospitales en artículos de lujo a los que sólo una mínima parte de la población tiene acceso.
Aunque a finales del 2005 el gobierno chino decretó nueve años de educación gratuita para los habitantes de las áreas rurales, la calidad del profesorado y el estado de las instalaciones educativas han sido una constante preocupación de los padres. Y con buen fundamento, como lo corroboró trágicamente el terremoto de mayo en Sichuan, que destruyó o dejó en estado calamitoso más de 13 mil establecimientos educativos y mató a casi 5 mil estudiantes en esa provincia.
En el saldo siniestro del terremoto de Sichuan, como en miles de otros casos a lo largo y a lo ancho del país, la corrupción es un fenómeno cuyo control escapa al gobierno central.
La gran brecha
De acuerdo con un estudio del think-tank estadounidenseFondo Carnegie para la Paz Internacional publicado en octubre pasado, el 10% del valor de todos los contratos oficiales en China está reservado para pagos ilícitos y sólo uno de cada cien funcionarios corruptos acaba en la cárcel.
Las autoridades reconocen que el problema existe y lo atribuyen a los cambios estructurales que atraviesa la economía. En la práctica, es el resultado del sistema de partido único que no permite los mecanismos control que existen en las democracias.
Pero las placas tectónicas no son la única razón por la que en China se puedan producir fuertes sismos. Desde que reemplazó el planeamiento central por una economía de mercado y se abrió al mundo en los años 80, China ha empezado a figurar en la lista de los países con mayor desigualdad. Según la revista Hurun -una especie de Forbes china que le sigue la pista a la acumulación de riqueza-, el país tiene casi 350 mil millonarios y unos 800 multimillonarios. En contraste, 124 millones de chinos viven todavía con menos de un dólar por día.
Parte de esa nueva riqueza ha sido amasada a través de medios no legítimos y, como resultado, la inestabilidad social está en los primeros lugares de las listas de los sinólogos que estudian los factores de riesgo en el futuro inmediato chino.
"Los líderes centrales entienden los problemas sociales que el país está acumulando, pero no pueden sobre-reaccionar. El país no puede parar el crecimiento económico debido a las presiones sociales", dice el experto en China y consultor Michael Enright.
Para el gobierno, sin embargo, controlar el crecimiento económico para que no produzca más desequilibrios es una prioridad, y así lo confirmó el premier chino Wen Jiabao en marzo último, cuando indicó que el gobierno querría disminuir la tasa de crecimiento del 11,4 alcanzado el año pasado a no más del 8%. La principal preocupación hoy es que las asimetrías económicas pongan en peligro la continuidad del régimen.
En la historia reciente de China hay pocos ejemplos mejores del potencial desestabilizador de un hecho y de la forma como fue controlado que el terremoto de mayo en la provincia de Sichuan. Menos de dos horas después de ocurrido el sismo, el Premier Wen Jiabao se dirigió en helicóptero a la zona del desastre y comandó en persona las tareas de los cuerpos de rescate ante los ojos del país entero, que por primera vez pudo seguir un acontecimiento como ése por televisión.
Al abrir el flujo de información, el gobierno impulsó al pueblo chino a solidarizarse con la tragedia y creó oportunidades de participación a través de colectas de dinero y trabajo voluntario que no se habían visto en la era comunista. Ecos de esa apertura se oyeron más allá del continente chino. "Por primera vez en mi vida sentí que soy china y que son mis hermanos los que están sufriendo", dijo hace poco en Hong Kong Maggie M., una oficinista de 30 años, quien hasta antes del terremoto sentía que su única patria era la excolonia británica.
El movimiento ciudadano que parece haberse despertado con los temblores de Sichuan podría, sin embargo, traer nuevos desafíos a la nación china. "Levantarse e ir a ayudar a los demás no formó parte hasta ahora de la cultura china, que suele preocuparse por la familia pero no por la comunidad. Podría ser el nacimiento de la sociedad civil, algo que las autoridades han alentado en Sichuan pero que al mismo tiempo van a querer limitar por los riesgos que encierra", advierte el profesor Baohui Zhang.
Es posible, pero la rapidez y voluntad con que millones de chinos se unieron para rodear a sus compatriotas pueden ser síntoma de que la sociedad civil está lista para ejercer más democracia de la que se le permite, y negarle esa demanda puede llegar a ser un nuevo factor de inestabilidad social.
La China que llega a los Juegos Olímpicos es un país frágil y fuerte al mismo tiempo. Algunos analistas han advertido que después de los Juegos vendrá una resaca y sólo entonces la opinión pública se empezará a preguntar si se justificaba invertir 40 mil millones de dólares en un evento cuya llama se extinguiría en tres semanas.
Tal vez quienes presagian ese final olvidan que la Olimpíada para China no es un evento deportivo sino un acto político, una especie de entrega de credenciales a la comunidad internacional del más nuevo miembro del selecto club de las superpotencias.
Los juegos en cifras
Costo total incluyendo infraestructura: US$ 40.000 millones
Costo de los escenarios deportivos: US$ 1.800 millones
Total de escenarios en Pekín: 31; fuera de Pekín, 6
Desplazados por los escenarios según el gobierno: 6.000 familias; desplazados según ONGs, 1.5 millones de personas
Atletas participantes: 10.708
Voluntarios: 70.000
Televidentes previstos: 4 mil millones
Visitantes esperados: 500.000
Propaganda y disidencia
Con la Antorcha Olímpica aproximándose a suelo tibetano, el gobierno chino se prepara para enfrentar días de tensión que podrían recordar los violentos disturbios ocurridos en Lhasa en marzo pasado.
La independencia del Tíbet es un tema fuera de cuestión para la población china, 90% de la cual pertenece a la etnia Han, la predominante en el país. Para la inmensa mayoría de la opinión pública, los reclamos de los tibetanos son una muestra de ingratitud para con la nación, que ha hecho fuertes inversiones económicas y elevado el nivel de vida en la región autónoma.
Cincuenta años de propaganda de desprestigio contra la figura del Dalai Lama han calado hondo en la población, para la cual el líder de los tibetanos es visto no como un santo, sino como un político sagaz al servicio de los intereses de Occidente.
Nada indica que habrá avances en la situación del Tíbet antes o después de la Olimpíada, ni tampoco en relación con la suerte de los miles de prisioneros políticos -la cifra real se desconoce- confinados en las cárceles chinas por ejercer actividades que en otros sistemas serían consideradas normales.
De acuerdo con el disidente Wang Dan, líder de la revuelta de Tiananmen en 1989, quien desde hace una década vive exiliado en los Estados Unidos, más de 300 mil chinos en los últimos años han sido enviados a campos de reeducación como castigo por ejercer actividades políticas distintas de las aprobadas por el Partido Comunista.
Aun así, la disidencia sobrevive en China ayudada por la capacidad de diseminación de las ideas que permite Internet. En blogs y salas de chat que logran volar bajo el radar de la censura, voces aisladas continúan reclamando apertura democrática y defendiendo las causas de minorías que no tienen voz en el país.
Por Adriana La Rotta
El país más populoso del mundo, el que tiene mayor número de internautas, el principal productor de acero, el que más óxido de carbono lanza a la atmósfera, el que ha sacado de la pobreza al mayor número de personas, el que más sentencias de muerte aplica...
China es el gigante de nuestros tiempos. Un gigante contradictorio, confinado a la pobreza y al aislamiento durante la mayor parte del último siglo -el siglo de la humillación, lo llaman ellos-, pero que ha recuperado su supremacía económica y está en camino de convertirse en una potencia geopolítica: un relevamiento del Banco Mundial la ubicó cuarta en el ranking de las principales potencias mundiales, detrás de Estados Unidos, Japón y Alemania, pero antes de Francia y Gran Bretaña; en 2006, con 974 mil millones de dólares, fue la tercera potencia exportadora mundial y el primer comprador mundial de cemento, carbón, acero, níquel y aluminio. Fue también el segundo importador de petróleo, detrás de los Estados Unidos. Así y todo, su balanza comercial arrojó un superávit de 200.000 millones de dólares.
Pero en la psicología del gobierno -y cada vez más en la del pueblo chino-, el estatus de primera línea le será concedido el próximo 8 de agosto, cuando se inauguren en Pekín los XXIX Juegos Olímpicos. El énfasis del gobierno en la construcción del mejor escenario para su lanzamiento internacional -la inversión total ya llegó a los 40 mil millones de dólares; se esperan 500.000 visitantes y una audiencia de 4000 millones de televidentes- permite anticipar un evento en el que habrá mucho más de epopeya nacional, de celebración patriótica, que de torneo deportivo. Y que las hazañas de los atletas, seguramente, pasarán a un segundo plano, comparadas con la proeza que China siente haber conseguido: volver a ser relevante para el mundo, tras un largo y oprobioso paréntesis.
"China ha sido siempre una de las grandes civilizaciones, pero en el último siglo estuvo subyugada a los poderes occidentales. Pekín ve los Juegos como un símbolo de su resurrección como potencia y como una oportunidad para que el resto del mundo reconozca ese poder", dice Baohui Zhang, profesor de ciencias políticas en la Universidad Lingnan de Hong Kong.
A menos de dos meses del inicio de los Juegos, el ambiente Olímpico se respira en las grandes ciudades chinas, incluyendo a Hong Kong que, once años después del traspaso del control británico al chino, está redescubriendo el orgullo de formar parte de la "madre patria".
Grandes carteles luminosos en plazas, avenidas céntricas y estaciones de tren, en todas las grandes ciudades, llevan la cuenta regresiva para el inicio del evento, mientras que los medios oficiales dedican buena parte de su espacio a mostrar los preparativos en las sedes olímpicas y a hacer perfiles de los deportistas con potencial de ganar oro para el país.
Ninguna encuesta independiente ha medido el respaldo que la población china da a los Olímpicos, pero parece ser un apoyo masivo que el gobierno interpreta -quizás con razón- como un referendo de su propio desempeño. Una buena medida de hasta qué punto se han vuelto populares estos juegos entre la población la da un hecho singular: al menos 4 mil recién nacidos en los últimos meses han sido bautizados con el nombre Aoyun, que significa nada, más y nada menos, que "Juegos Olímpicos". Muchas empresas chinas, incluso las que no son patrocinadoras oficiales del evento, han diseñado sus campañas en sintonía con los Juegos y adoptando el mismo tono épico e inflamado de fervor patrio que destila la propaganda gubernamental (ver recuadro).
Al contrario de lo que sucedió en otros continentes en donde el paso de la Antorcha Olímpica fue recibido con protestas, en el territorio chino el símbolo ha tenido recepciones multitudinarias. Inclusive en Hong Kong, cuyos habitantes solían pensar en China como un país aparte, la llama fue vitoreada por un público arropado con enormes banderas rojas.
Los Juegos Olímpicos han sometido a China a un escrutinio internacional que no sólo le ha cambiado la fisonomía a las ciudades sedes, y en especial a Pekín, sino que ha introducido elementos de democracia que antes no existían en el país, entre ellos -el más notable-, la forma abierta y transparente con que el gobierno ha manejado la emergencia producida por el terremoto en Sichuan.
Podría decirse que es un escenario parecido al de Japón en 1964, cuando los Olímpicos de Tokio simbolizaron el cierre del capítulo de la posguerra y el comienzo de la recuperación espectacular de la economía nipona. Aunque muchos preferirían que hubiera más paralelos con la Olimpiada de Seúl en 1988, la que sirvió como catalizador del movimiento democrático que acabó con cuarenta años de gobiernos autoritarios y ayudó a propulsar el desarrollo coreano.
Pero el surgimiento de China como potencia global encarnado en los Olímpicos de Pekín también podría traer cambios no tan bienvenidos por Occidente. "China y su población van a emerger de los Juegos más confiados y por lo tanto más dispuestos a dar pelea -imagina el profesor Zhang-. No van a dejarse doblegar en términos diplomáticos y serán menos cooperativos. Esa nueva confianza puede ser una invitación al conflicto."
Como el surgimiento de China no es una expectativa sino una realidad, lo que desvela a los sinólogos es cómo el gigante hará uso de su nuevo estatus. "La fuerza es apenas una parte de la ecuación. Las intenciones -cómo usará China su poder- harán la diferencia entre la guerra y la paz", escribió Susan Shrik, alta funcionaria del Departamento de Estado norteamericano para asuntos chinos, en un libro que se ha convertido en una especie de Biblia para entender ya no el "efecto" sino la "amenaza" del gigante asiático.
Shrik sostiene que el principal objetivo político de los dirigentes chinos es mantener la estabilidad social porque en ella radica la supervivencia del gobierno. Por tanto, sus decisiones de política exterior estarán determinadas por la necesidad de mantener el consenso interno.
En un país de dimensiones continentales con más de cincuenta grupos raciales y enormes disparidades económicas -se estima que hay en China 350 mil millonarios, unos 800 multimillonarios y 124 millones de personas que viven todavía con menos de un dólar por día-, la estabilidad social vive en estado de permanente fragilidad. En este momento de la historia, no obstante, a menos de dos meses de los Juegos Olímpicos, Pekín tiene más consenso interno del que muchas veces se cree en Occidente.
Vientos nacionalistas
Casi tres décadas de vigoroso crecimiento han puesto al alcance de millones de personas en China bienes y servicios antes impensables. Por eso, las nuevas generaciones de chinos -que han visto a su país pasar de la pobreza a ser la cuarta economía del globo- son más pragmáticas que las anteriores y profundamente nacionalistas.
"Los jóvenes chinos son diferentes ahora porque nacieron en una sociedad más próspera y menos controlada. Son más individualistas, más sofisticados y están mejor informados. Las recientes manifestaciones de nacionalismo mostraron que también les interesa la política", dice la escritora Lijia Zhang, quien fue operaria en los años 80 en una fábrica de misiles en Nanjing y organizó protestas en 1989 en apoyo al levantamiento de los jóvenes en la plaza Tiananmen.
Zhang, quien vive ahora en Pekín, admite que la dieta de propaganda nacionalista que se les da a los jóvenes chinos ha moldeado sus posiciones políticas, pero eso, señala, no es lo único que explica por qué, en lugar de lanzarse a las calles a respaldar la independencia del Tíbet en marzo pasado, la juventud salió en masa a defender al gobierno. "Los chinos tienen buenas razones para estar orgullosos de lo que han conseguido. La fuerte explosión de nacionalismo fue provocada, en parte, por lo que es visto como una visión parcializada de la prensa extranjera", dice.
Lo que China piensa de sí misma y lo que se piensa de China en Occidente son dos visiones totalmente distintas, pero están relacionadas. China se percibe como una víctima de la avaricia y la envidia del Primer Mundo, a pesar de lo cual ha logrado dar saltos gigantescos que la han colocado en la ruta hacia convertirse en la principal economía del globo.
Aunque el gobierno no lo expresa de manera totalmente clara, Pekín condena la doble moral de Occidente, que reclama la independencia del Tíbet y condena las violaciones a los derechos humanos del régimen comunista mientras mantiene con China una lucrativa relación comercial.
No sorprende entonces que la prensa internacional, acostumbrada a reforzar la dicotomía entre Gobierno y ciudadanía, haya visto sorprendida cómo la juventud china, más expuesta que nunca a las influencias externas, tiene una mayor desconfianza hacia Occidente que sus antecesores.
"Yo veo que mis estudiantes dudan de la propaganda del gobierno porque saben que no es equilibrada, pero son mucho más escépticos de la democracia al estilo Occidental de lo que eran los jóvenes hace veinte años. La democracia como modelo no los inspira", dice Daniel Bell, profesor canadiense que enseña teoría política en la Universidad Tsinghua, una de las más prestigiosas del país.
Originaria de la provincia de Hubei, Wu Yun, una joven de 26 años a punto de terminar su maestría de ética en Tsinghua, explica por qué, pese a que no participó en las protestas en contra de los extranjeros a propósito del conflicto con Tíbet, sí entiende por qué fueron motivadas. "La mayoría de los chinos, incluyendo los jóvenes, prefiere adoptar la opinión unificada o autorizada de los hechos. En el caso del Tíbet, esa mayoría cree que el gobierno ha mejorado mucho las condiciones de vida en la región, por lo tanto los tibetanos no tienen motivos para oponerse al gobierno", explica Yun.
Si bien legítimas, las preocupaciones de los jóvenes que tienen acceso a la educación en las grandes ciudades son muy diferentes de los problemas que aquejan al 56% de la población que vive todavía en áreas rurales o a los 150 millones de trabajadores migrantes que han abandonado el campo en busca de prosperidad en las líneas de ensamblaje de las fábricas.
La industrialización ha ocasionado a millones de agricultores la pérdida de sus tierras y ha creado problemas ambientales que deterioran aún más su calidad de vida. Entre tanto, las reformas al sistema de salud -para alinearlo con una economía de mercado- han convertido a los médicos y los hospitales en artículos de lujo a los que sólo una mínima parte de la población tiene acceso.
Aunque a finales del 2005 el gobierno chino decretó nueve años de educación gratuita para los habitantes de las áreas rurales, la calidad del profesorado y el estado de las instalaciones educativas han sido una constante preocupación de los padres. Y con buen fundamento, como lo corroboró trágicamente el terremoto de mayo en Sichuan, que destruyó o dejó en estado calamitoso más de 13 mil establecimientos educativos y mató a casi 5 mil estudiantes en esa provincia.
En el saldo siniestro del terremoto de Sichuan, como en miles de otros casos a lo largo y a lo ancho del país, la corrupción es un fenómeno cuyo control escapa al gobierno central.
La gran brecha
De acuerdo con un estudio del think-tank estadounidenseFondo Carnegie para la Paz Internacional publicado en octubre pasado, el 10% del valor de todos los contratos oficiales en China está reservado para pagos ilícitos y sólo uno de cada cien funcionarios corruptos acaba en la cárcel.
Las autoridades reconocen que el problema existe y lo atribuyen a los cambios estructurales que atraviesa la economía. En la práctica, es el resultado del sistema de partido único que no permite los mecanismos control que existen en las democracias.
Pero las placas tectónicas no son la única razón por la que en China se puedan producir fuertes sismos. Desde que reemplazó el planeamiento central por una economía de mercado y se abrió al mundo en los años 80, China ha empezado a figurar en la lista de los países con mayor desigualdad. Según la revista Hurun -una especie de Forbes china que le sigue la pista a la acumulación de riqueza-, el país tiene casi 350 mil millonarios y unos 800 multimillonarios. En contraste, 124 millones de chinos viven todavía con menos de un dólar por día.
Parte de esa nueva riqueza ha sido amasada a través de medios no legítimos y, como resultado, la inestabilidad social está en los primeros lugares de las listas de los sinólogos que estudian los factores de riesgo en el futuro inmediato chino.
"Los líderes centrales entienden los problemas sociales que el país está acumulando, pero no pueden sobre-reaccionar. El país no puede parar el crecimiento económico debido a las presiones sociales", dice el experto en China y consultor Michael Enright.
Para el gobierno, sin embargo, controlar el crecimiento económico para que no produzca más desequilibrios es una prioridad, y así lo confirmó el premier chino Wen Jiabao en marzo último, cuando indicó que el gobierno querría disminuir la tasa de crecimiento del 11,4 alcanzado el año pasado a no más del 8%. La principal preocupación hoy es que las asimetrías económicas pongan en peligro la continuidad del régimen.
En la historia reciente de China hay pocos ejemplos mejores del potencial desestabilizador de un hecho y de la forma como fue controlado que el terremoto de mayo en la provincia de Sichuan. Menos de dos horas después de ocurrido el sismo, el Premier Wen Jiabao se dirigió en helicóptero a la zona del desastre y comandó en persona las tareas de los cuerpos de rescate ante los ojos del país entero, que por primera vez pudo seguir un acontecimiento como ése por televisión.
Al abrir el flujo de información, el gobierno impulsó al pueblo chino a solidarizarse con la tragedia y creó oportunidades de participación a través de colectas de dinero y trabajo voluntario que no se habían visto en la era comunista. Ecos de esa apertura se oyeron más allá del continente chino. "Por primera vez en mi vida sentí que soy china y que son mis hermanos los que están sufriendo", dijo hace poco en Hong Kong Maggie M., una oficinista de 30 años, quien hasta antes del terremoto sentía que su única patria era la excolonia británica.
El movimiento ciudadano que parece haberse despertado con los temblores de Sichuan podría, sin embargo, traer nuevos desafíos a la nación china. "Levantarse e ir a ayudar a los demás no formó parte hasta ahora de la cultura china, que suele preocuparse por la familia pero no por la comunidad. Podría ser el nacimiento de la sociedad civil, algo que las autoridades han alentado en Sichuan pero que al mismo tiempo van a querer limitar por los riesgos que encierra", advierte el profesor Baohui Zhang.
Es posible, pero la rapidez y voluntad con que millones de chinos se unieron para rodear a sus compatriotas pueden ser síntoma de que la sociedad civil está lista para ejercer más democracia de la que se le permite, y negarle esa demanda puede llegar a ser un nuevo factor de inestabilidad social.
La China que llega a los Juegos Olímpicos es un país frágil y fuerte al mismo tiempo. Algunos analistas han advertido que después de los Juegos vendrá una resaca y sólo entonces la opinión pública se empezará a preguntar si se justificaba invertir 40 mil millones de dólares en un evento cuya llama se extinguiría en tres semanas.
Tal vez quienes presagian ese final olvidan que la Olimpíada para China no es un evento deportivo sino un acto político, una especie de entrega de credenciales a la comunidad internacional del más nuevo miembro del selecto club de las superpotencias.
Los juegos en cifras
Costo total incluyendo infraestructura: US$ 40.000 millones
Costo de los escenarios deportivos: US$ 1.800 millones
Total de escenarios en Pekín: 31; fuera de Pekín, 6
Desplazados por los escenarios según el gobierno: 6.000 familias; desplazados según ONGs, 1.5 millones de personas
Atletas participantes: 10.708
Voluntarios: 70.000
Televidentes previstos: 4 mil millones
Visitantes esperados: 500.000
Propaganda y disidencia
Con la Antorcha Olímpica aproximándose a suelo tibetano, el gobierno chino se prepara para enfrentar días de tensión que podrían recordar los violentos disturbios ocurridos en Lhasa en marzo pasado.
La independencia del Tíbet es un tema fuera de cuestión para la población china, 90% de la cual pertenece a la etnia Han, la predominante en el país. Para la inmensa mayoría de la opinión pública, los reclamos de los tibetanos son una muestra de ingratitud para con la nación, que ha hecho fuertes inversiones económicas y elevado el nivel de vida en la región autónoma.
Cincuenta años de propaganda de desprestigio contra la figura del Dalai Lama han calado hondo en la población, para la cual el líder de los tibetanos es visto no como un santo, sino como un político sagaz al servicio de los intereses de Occidente.
Nada indica que habrá avances en la situación del Tíbet antes o después de la Olimpíada, ni tampoco en relación con la suerte de los miles de prisioneros políticos -la cifra real se desconoce- confinados en las cárceles chinas por ejercer actividades que en otros sistemas serían consideradas normales.
De acuerdo con el disidente Wang Dan, líder de la revuelta de Tiananmen en 1989, quien desde hace una década vive exiliado en los Estados Unidos, más de 300 mil chinos en los últimos años han sido enviados a campos de reeducación como castigo por ejercer actividades políticas distintas de las aprobadas por el Partido Comunista.
Aun así, la disidencia sobrevive en China ayudada por la capacidad de diseminación de las ideas que permite Internet. En blogs y salas de chat que logran volar bajo el radar de la censura, voces aisladas continúan reclamando apertura democrática y defendiendo las causas de minorías que no tienen voz en el país.