Por Bernard-Henri Lévy
Para el Corriere della Sera
PARIS.- Han matado a una mujer. Una mujer hermosa. Una mujer visible, pero visible de manera notoria y espectacular. Una mujer para la que era una cuestión de honor no sólo participar de actos políticos en uno de los países más peligrosos del mundo, sino hacerlo a cara descubierta, sin velo, exactamente lo contrario de esas mujeres vergonzosas y escondidas, las condenadas criaturas de Satán, las únicas mujeres toleradas por esos apóstoles de un mundo sin mujeres.
Mataron a un judío, Daniel Pearl. Mataron al comandante Massud [líder militar afgano que combatió a los talibanes hasta su asesinato, el 9 de septiembre de 2001], un musulmán moderado, un hombre culto, un espíritu libre. Durante muchos años han intentado matar a Salman Rushdie, que osó alguna vez decir que ser hombre significa también, a veces, elegir el propio destino.
Y con Benazir Bhutto han logrado matar todo esto, y más aún: han asesinado a una mujer, esa mujer; han aniquilado una provocación intolerable, tal era la luz de ese rostro que se mostraba a todos; simplemente se mostraba, estaba expuesto, en su desnudez indefensa y magníficamente elocuente. Han asesinado a esa mujer por lo que encarnaba ese rostro de mujer, al mismo tiempo indefenso y lleno de una fuerza que no admite réplicas.
La han asesinado porque vivía su destino de mujer, rechazando la maldición que pesa, según estos nuevos fascistas, los jihadistas, sobre las facciones humanas de las mujeres. Han matado a la encarnación de la esperanza, al espíritu de la voluntad de democracia, no sólo en Paquistán, sino en toda la tierra del islam.
Pervez Musharraf ha sido un falso enemigo de Al-Qaeda. Con su red de alianzas ocultas, con su estilo de tener una reserva de terroristas para cederlos de a uno por vez, como con cuentagotas, según las exigencias de sus complicadas relaciones con el gran enemigo norteamericano. Musharraf ha fingido combatir a las fuerzas de Al-Qaeda, mientras hacía su juego a escondidas.
En cambio, si Benazir Bhutto hubiera vencido, si al menos viviera, jamás hubiera terminado de decir, con su mismo ser, su presencia, que era su enemiga más resuelta, absoluta, irreductible: Bhutto era, para los terroristas, una amenaza más que política, osaría decir que ontológica. Benazir hubiese sido despiadada: ellos lo sabían, y por eso la mataron.
La veo todavía, esa tarde de diciembre de 2002 en Londres, cuando yo investigaba sobre la muerte de Daniel Pearl y sobre ese polvorín en el que ya se había convertido Paquistán, la base de retaguardia de Al-Qaeda, y a veces también la de avanzada. Era increíblemente valiente en su voluntad de volver a toda costa a su país, un país que ya le había quitado, como en una tragedia de Shakespeare, a su padre y dos hermanos menores.
Dos culturas
También recuerdo al padre de Benazir, Zulfikar Ali Bhutto, hace 35 años. Lo vuelvo a ver como era entonces, ignorante del destino que le esperaba, elegante, refinado, paquistaní y anglófilo, musulmán y occidental, cruce viviente de las dos culturas, hijo natural y prominente de dos grandes linajes culturales que nadie podía imaginar en esa época serían arrollados en tiempo tan breve por fuerzas imparables.
Estas personalidades eran la sal de la tierra paquistaní. Eran ellos los que podían impedir que su país, y toda la región, se sumergiera en el caos.
Benazir Bhutto está muerta y, al igual que el 9 de septiembre de 2001, día de la muerte de Massud, no puedo hacer menos que preguntarme qué macabro plan tienen en mente estos asesinos, no puedo dejar de preguntarme de qué será preludio este hecho tremendo, este estallido repentino.
La mejor reacción es pasar a la acción, y de inmediato. La mejor manera, la única, de responder a este nuevo y terrible desafío es conferirle toda su importancia simbólica.
Bhutto acaba de ser inhumada en este país mártir que hoy, más que nunca, es Paquistán. Y la mejor manera de responder a los terroristas sería que Angela Merkel, George W. Bush, Gordon Brown, Nicolas Sarkozy fueran pronto a Paquistán.
Al igual que con Anwar al-Sadat e Yitzhak Rabin, detrás del féretro de esta gran mujer deberían haber estado presentes, y en gran número, los jefes de Estado, para transformar el cortejo fúnebre en una manifestación silenciosa y mundial a favor de los valores de la democracia y de la paz.
No importa. Benazir Bhutto ya es mucho más que un jefe de Estado. Se ha convertido en un símbolo. Se ha transformado, como Massud, como Daniel Pearl, en una formidable bandera. Y será necesario que detrás de esta bandera se concentren todos aquellos que aún no han sepultado las esperanzas de libertad en la tierra del islam. Será necesario que su nombre se convierta en un emblema, ensangrentado pero bello, para los que todavía creen en la victoria del genio benévolo de la Luces sobre el malvado del fanatismo y del crimen en la tierra del islam.
A nosotros, ciudadanos de Europa y de Estados Unidos, nos queda llevar el luto que nuestros líderes, por el momento y en lo fundamental, han olvidado vergonzosamente.
El autor es escritor y filósofo francés nacido en Argelia.
PARIS.- Han matado a una mujer. Una mujer hermosa. Una mujer visible, pero visible de manera notoria y espectacular. Una mujer para la que era una cuestión de honor no sólo participar de actos políticos en uno de los países más peligrosos del mundo, sino hacerlo a cara descubierta, sin velo, exactamente lo contrario de esas mujeres vergonzosas y escondidas, las condenadas criaturas de Satán, las únicas mujeres toleradas por esos apóstoles de un mundo sin mujeres.
Mataron a un judío, Daniel Pearl. Mataron al comandante Massud [líder militar afgano que combatió a los talibanes hasta su asesinato, el 9 de septiembre de 2001], un musulmán moderado, un hombre culto, un espíritu libre. Durante muchos años han intentado matar a Salman Rushdie, que osó alguna vez decir que ser hombre significa también, a veces, elegir el propio destino.
Y con Benazir Bhutto han logrado matar todo esto, y más aún: han asesinado a una mujer, esa mujer; han aniquilado una provocación intolerable, tal era la luz de ese rostro que se mostraba a todos; simplemente se mostraba, estaba expuesto, en su desnudez indefensa y magníficamente elocuente. Han asesinado a esa mujer por lo que encarnaba ese rostro de mujer, al mismo tiempo indefenso y lleno de una fuerza que no admite réplicas.
La han asesinado porque vivía su destino de mujer, rechazando la maldición que pesa, según estos nuevos fascistas, los jihadistas, sobre las facciones humanas de las mujeres. Han matado a la encarnación de la esperanza, al espíritu de la voluntad de democracia, no sólo en Paquistán, sino en toda la tierra del islam.
Pervez Musharraf ha sido un falso enemigo de Al-Qaeda. Con su red de alianzas ocultas, con su estilo de tener una reserva de terroristas para cederlos de a uno por vez, como con cuentagotas, según las exigencias de sus complicadas relaciones con el gran enemigo norteamericano. Musharraf ha fingido combatir a las fuerzas de Al-Qaeda, mientras hacía su juego a escondidas.
En cambio, si Benazir Bhutto hubiera vencido, si al menos viviera, jamás hubiera terminado de decir, con su mismo ser, su presencia, que era su enemiga más resuelta, absoluta, irreductible: Bhutto era, para los terroristas, una amenaza más que política, osaría decir que ontológica. Benazir hubiese sido despiadada: ellos lo sabían, y por eso la mataron.
La veo todavía, esa tarde de diciembre de 2002 en Londres, cuando yo investigaba sobre la muerte de Daniel Pearl y sobre ese polvorín en el que ya se había convertido Paquistán, la base de retaguardia de Al-Qaeda, y a veces también la de avanzada. Era increíblemente valiente en su voluntad de volver a toda costa a su país, un país que ya le había quitado, como en una tragedia de Shakespeare, a su padre y dos hermanos menores.
Dos culturas
También recuerdo al padre de Benazir, Zulfikar Ali Bhutto, hace 35 años. Lo vuelvo a ver como era entonces, ignorante del destino que le esperaba, elegante, refinado, paquistaní y anglófilo, musulmán y occidental, cruce viviente de las dos culturas, hijo natural y prominente de dos grandes linajes culturales que nadie podía imaginar en esa época serían arrollados en tiempo tan breve por fuerzas imparables.
Estas personalidades eran la sal de la tierra paquistaní. Eran ellos los que podían impedir que su país, y toda la región, se sumergiera en el caos.
Benazir Bhutto está muerta y, al igual que el 9 de septiembre de 2001, día de la muerte de Massud, no puedo hacer menos que preguntarme qué macabro plan tienen en mente estos asesinos, no puedo dejar de preguntarme de qué será preludio este hecho tremendo, este estallido repentino.
La mejor reacción es pasar a la acción, y de inmediato. La mejor manera, la única, de responder a este nuevo y terrible desafío es conferirle toda su importancia simbólica.
Bhutto acaba de ser inhumada en este país mártir que hoy, más que nunca, es Paquistán. Y la mejor manera de responder a los terroristas sería que Angela Merkel, George W. Bush, Gordon Brown, Nicolas Sarkozy fueran pronto a Paquistán.
Al igual que con Anwar al-Sadat e Yitzhak Rabin, detrás del féretro de esta gran mujer deberían haber estado presentes, y en gran número, los jefes de Estado, para transformar el cortejo fúnebre en una manifestación silenciosa y mundial a favor de los valores de la democracia y de la paz.
No importa. Benazir Bhutto ya es mucho más que un jefe de Estado. Se ha convertido en un símbolo. Se ha transformado, como Massud, como Daniel Pearl, en una formidable bandera. Y será necesario que detrás de esta bandera se concentren todos aquellos que aún no han sepultado las esperanzas de libertad en la tierra del islam. Será necesario que su nombre se convierta en un emblema, ensangrentado pero bello, para los que todavía creen en la victoria del genio benévolo de la Luces sobre el malvado del fanatismo y del crimen en la tierra del islam.
A nosotros, ciudadanos de Europa y de Estados Unidos, nos queda llevar el luto que nuestros líderes, por el momento y en lo fundamental, han olvidado vergonzosamente.
El autor es escritor y filósofo francés nacido en Argelia.