Por Manuel Mora Y Araujo
Una condición para el éxito político del proyecto kirchnerista es que la economía continúe con buen desempeño. Eso depende, a su vez, de tres factores: las condiciones externas, las condiciones internas y la política económica. Tanto el peso relativo de cada uno de esos factores como el juicio que ellos merecen a distintos observadores son asuntos controvertibles. Mi punto de vista implica que las condiciones externas (precios internacionales, dirección del ciclo económico mundial) son decisivas y nadie en la Argentina puede influir al respecto. Las condiciones internas se discuten continuamente; en la perspectiva del análisis político, lo relevante no es lo que cada experto piensa, sino lo que el público opina. En ese aspecto, Cristina Fernández cuenta a su favor con el nivel de actividad de la economía y en su contra con la inflación. La política económica puede influir en esas condiciones; también puede ayudar a absorber los shocks externos negativos y a aprovechar los positivos.
En el escenario 2011 que parece más probable en el momento de escribirse estas líneas, las cosas se presentan favorables a Cristina en todo menos en un aspecto: la inflación. Si el Gobierno actúa racionalmente deberá –tarde o temprano– aplicar una política antiinflacionaria más efectiva; seguramente lo hará lo más tarde posible, buscando evitar las eventuales consecuencias políticas negativas de una política antiinflacionaria. En cuanto a la discusión del peso relativo de cada factor, es algo bizantina; lo cierto es que el Gobierno no conseguirá buenos resultados políticos si la economía no crece, y poco importa si la causa son sus políticas o los vientos que soplan. Si la economía no crece, por lo que sea, el kirchnerismo no seduce ni dispone de suficientes recursos para atraer votos. (...)
La naturaleza política del kirchnerismo. El kirchnerismo fue construyéndose a sí mismo como un proyecto político una vez que alcanzó el poder, en 2003, y desde el poder. A esa construcción convergieron tres vectores que una radiografía política permite identificar: el kirchnerismo progresista, programático; el kirchnerismo esencialmente peronista; y el kirchnerismo práctico, ávido consumidor de los recursos que genera el poder. Sólo disponiendo de poder político y recursos económicos –en su caso, los que le provee el Estado– esos tres vectores pueden converger y resolverse en un proyecto con identidad; fuera del poder, tienen poco y nada en común. El kirchnerismo progresista tiene como origen un discurso político con pretensiones ideológicas, que abreva más en la tradición del pensamiento nacionalista de izquierda que en la del pensamiento democrático. Esa vertiente encuentra un denominador común con otras de izquierda en el valor de los derechos humanos y en la retórica distribucionista; medidas como la Asignación Universal por Hijo van en esa dirección. Esta corriente se identifica con las decisiones del Gobierno que desafían a sectores de la sociedad que disponen de recursos de poder económico o comunicacional, al margen de las instituciones del Estado –grandes empresas, medios de prensa, imaginarios como “el poder económico concentrado”, la “oligarquía agropecuaria”–, o que desafían a centros vitales de los valores conservadores tradicionales, como el matrimonio homosexual, el aborto o la despenalización de la droga. Como en toda corriente de ideas, hay heterogeneidad y coexisten un núcleo duro, productor de símbolos y contenidos y una periferia más volátil, consumidora de esos símbolos. Lo cierto es que para la identidad del kirchnerismo como fenómeno político, el componente progresista resulta esencial, aun cuando no le aporta mayormente ni votos, ni estructura organizativa. Eso llevó a los Kirchner a considerar imprescindible conceder, periódicamente, gestos y decisiones a esa corriente, principalmente para mitigar o contrabalancear otros gestos y otras decisiones que no son consistentes ni compatibles con las expectativas del progresismo. La esencia peronista del kirchnerismo estaba, ciertamente, en su origen, pero no necesariamente en la identidad primigenia de su proyecto. A Néstor Kirchner no le atraía la idea de competir con otros dirigentes peronistas por el liderazgo de su partido. Por el contrario, intentó “desperonizar” su proyecto político tan pronto se sintió fuerte en el gobierno; y tuvo que volver a las fuentes cuando la viabilidad de su construcción transversal –que diluía los ingredientes peronistas originales– se reveló precaria e insuficiente. La precariedad fue, ante todo, electoral, es decir, cuantitativa.
Pero también fue política, porque la transversalidad exigía actuar bajo los criterios de la lógica de las coaliciones y, en consecuencia, llevaba a una necesidad de compartir decisiones; en definitiva, compartir el poder.
El kirchnerismo peronizado recuperó y consolidó votos de las clases bajas, integró a los cuadros directivos locales del peronismo y a los factores de poder propios de su historia, como el sindicalismo concentrado, y no pagó, a cambio, ningún precio relevante. Ni los progresistas –a quienes los votos de la pobreza los embriagan porque nunca han sido capaces de obtenerlos por sí mismos desde alguna oferta política sustentada exclusivamente en sus militantes– ni otros sectores aliados que reciben con beneplácito algunas decisiones del Gobierno, pero no otras, han pasado facturas cuantiosas. Desde luego, algunas personas –individualmente– dejaron el proyecto disgustadas con la peronización o con algunas de sus consecuencias, pero no en una medida significativa. El ingrediente peronista, por otra parte, le permite al kirchnerismo un pragmatismo en la toma de decisiones que el ingrediente progresista muchas veces dificulta, por su exigencia de mayor coherencia programática. Así, el gobierno de Kirchner pudo enfrentar, sin mayores resistencias, el pago de la deuda externa, el mantenimiento de un tipo de cambio apreciado, las idas y vueltas con el FMI, pero sin llegar a romper con él, una política exterior ambigua, pero, en última instancia, centrada en las buenas relaciones con Washington, y tantas otras decisiones. El kirchnerismo práctico no es un proyecto, es una praxis. Está en las antípodas de cualquier ideal o proyecto colectivo; en todo caso, es cínico y pragmático en extremo. Todo proyecto político contiene ese ingrediente; en el caso del kirchnerismo, es fuerte y a veces parece dominante. Se exhibe exuberantemente a través de manifestaciones como la corrupción, la discrecionalidad de muchas decisiones, la persistencia en políticas públicas justificadas, vaga y superficialmente, en algunos principios ideológicos, pero que, en definitiva, sólo pueden entenderse desde la racionalidad de las conveniencias privadas. A veces, hasta resulta llamativo que desde el espacio de los ideales y las convicciones programáticas del progresismo se pueda justificar lo injustificable con el argumento de que, en el balance, los logros –y por tanto, las virtudes– importan más que los defectos o los vicios; en verdad, no debe sorprender, porque así se ha escrito la historia de la humanidad; pero se trata de una disonancia que llama la atención.
El kirchnerismo práctico es una máquina de hacer. Ninguna consideración ética perturba a esa máquina; esas consideraciones quedan reservadas al espacio íntimo de cada persona; por lo demás, si alguien es víctima de sus desprolijidades o sus excesos, normalmente se lo deja caer y todo sigue como si nada sucediese. Entre tanto, la máquina de hacer, efectivamente hace, toma decisiones, genera hechos, produce mensajes, comunica, y en el conjunto de todo eso ofrece a la sociedad gobierno efectivo –no tan sólo nominal–, respuestas a muchos de los problemas de distintos sectores, surcos que se abren a los que es posible volcar expectativas que las corrientes de los hechos que circulan por esos surcos alimentan y mantienen a lo largo del tiempo. Casi nadie, en la Argentina de hoy, adhiere a esos tres vectores simultáneamente; pocos son a la vez progresistas, peronistas y pragmáticos kirchneristas. La habilidad política de Néstor y Cristina Kirchner ha sido, y sigue siendo, sumar a unos y otros en un mismo proyecto, y mantenerlo tan articulado como es posible en cada momento, evitando que se desarme. Los ha beneficiado enormemente que ninguna oferta política alternativa puede superar esa combinación.
Con esos ingredientes y su manera de mantenerlos articulados, los Kirchner sostienen, desde 2005 hasta ahora, una masa de votos que flota entre el 35 y el 45 por ciento. ¿Es mucho? ¿Es poco? Después de ocho años en el gobierno, no parece nada mal, sobre todo si se observa que ese caudal retoma una tendencia ascendente a partir de la muerte del jefe. En todo caso, no existe un proyecto competitivo que pueda aspirar hoy a un caudal semejante. Sólo la regla electoral del ballottage podría hacer posible un caudal electoral mayor en una segunda vuelta. Hoy, eso parece improbable. El resto depende de los volátiles humores del público, sobre lo cual no hay nada escrito.
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