martes, septiembre 11, 2007

Teorema de la ética en tiempos de guerra

Estoy completamente en desacuerdo con el artículo de Carlos Escudé, el mayor peligro que entraña una guerra, es el ir pareciéndose al enemigo. La ventaja moral, además de ser fundamental desde lo humano, cultural, civilizacional, evolutivo, ético, etc., resulta una arma importante en el campo de batalla, esto lo digo por experiencia, y en términos estrictamente militares técnicos, la corrupción de la tropa es uno de los peores flagelos que puede enfrentar un comandante.

Voy a plantearle un nuevo teorema a los que ya aporta Escudé, cuyo enunciado sería el siguiente: La descalificación a la ética en el manejo de una guerra es directamente proporcional al desconocimiento de las cuestiones militares y de seguridad.


A continuación el artículo:

La lógica del doble estándar
Por Carlos Escudé
Para LA NACION

Caminando por Barcelona a mediados de 2003, di por casualidad con las Reales Atarazanas. El gigantesco edificio medieval, astillero de la corona catalano-aragonesa desde tiempos del rey Pere el Ceremoniós (1319-87), sirvió para la construcción de galeras y hospeda hoy un museo naval. Al ingresar recibí unos audífonos de uso indescifrable. Mis ojos se posaron, sin conmoverse, sobre las maquetas en escala reducida de diversas embarcaciones.

Pero a la vuelta de un recodo me topé, de repente, con la enorme y amenazante proa de una réplica de la galera real de don Juan de Austria, capitana de la flota cristiana que derrotó a los turcos en la batalla de Lepanto (1571). Superado mi susto, trepé por la rampa que conduce al puente de la nave. Mis auriculares entonces se activaron. Desprevenido, un espectáculo audiovisual me sumergió en el fragor de la lucha.

Mientras una voz en off me explicaba las características de las batallas de galeras en el siglo XVI, yo fisgoneaba los latigazos que los suboficiales propinaban a los 236 remeros del majestuoso barco español, decorado por los artistas sevillanos más prestigiosos de la época. Símbolos elaboradamente tallados de la fe, la esperanza y la caridad sosegaban a los oficiales, mientras rugían los cañones y los remeros se esforzaban al ritmo de su suplicio, chasquido tras chasquido. Estaban encadenados a sus sitiales desde que el barco zarpaba hasta que amarraba en puerto amigo. Comían, defecaban y orinaban en el mismo lugar. Si se enfermaban, allí se curaban o morían, sin que sus despojos fueran retirados hasta el arribo a destino. Es por eso que, si el viento soplaba hacia el puerto, la llegada de una galera se percibía antes con el olfato que con la vista.

Así era la guerra naval en esos tiempos. Asociando las imágenes, sonidos e información que penetraban por mis sentidos a mi propio acervo de ideas, comprendí con sobresalto que en el siglo XVI era imposible ganar una batalla de galeras sin violar los derechos naturales de la propia tripulación. Si los españoles hubieran sido más humanitarios con sus remeros, habrían vencido los otomanos. Y gracias a la victoria de Lepanto (uno de los grandes aportes de España a Occidente) se frenó la expansión musulmana en el Mediterráneo, haciendo posible el predominio mundial de una civilización más liberal.

Un caso análogo es el del tráfico y la explotación de esclavos. Gran Bretaña, adjudicataria del asiento de negros en nuestras tierras, fue uno de los más entusiastas imperios esclavistas a principios del siglo XVIII. Cuando a fines de esa centuria, gracias a sus avances industriales, se encontró cincuenta años por delante de sus competidores más cercanos, la esclavitud dejó de ser funcional para su economía. A partir de entonces, los británicos se transformaron en campeones del abolicionismo. En parte gracias a su campaña, hacia 1889 ya no quedaban esclavos en los países de Occidente. Pero si hubieran renunciado a la explotación de esclavos dos siglos antes, sólo habrían conseguido abortar su propio poder, volviéndose impotentes para la promoción de cualquier causa de derechos humanos.

Estas reflexiones sugieren que la de los derechos del hombre es una historia "natural", en el sentido en que lo es la evolución de la vida postulada por Darwin: un transcurrir en el que no se puede llegar a una etapa superior sin haber transitado por las inferiores. Y este teorema conduce a una controvertida cuestión. ¿Cómo ha de manejarse Occidente en conflictos violentos con culturas o segmentos de civilizaciones que todavía no han llegado a la etapa en que los derechos humanos se consagran como derechos positivos?

Nuestros ejemplos históricos revelan que adelantarse a los tiempos con códigos éticamente superiores a los del adversario, contribuye a la derrota y puede malograr la posibilidad de aportar al progreso moral universal en el largo plazo. Esto parece válido para el caso actual, en que una civilización en su conjunto ha alcanzado un estadio relativamente avanzado en su observancia de los derechos humanos, pero se enfrenta a peligrosos adversarios estatales y transnacionales que no comparten esos valores. En tal circunstancia, ceñirse a una conducta más humanitaria que la del enemigo puede resultar contraproducente para la vigencia futura de los derechos del hombre.

Por medio de razonamientos diferentes, pero convergentes, ésta es en esencia la conclusión a la que llegan pensadores como Robert Francis Cooper y Alan Dershowitz. Cooper fue diplomático británico hasta 2002, cuando asumió funciones como director general de Asuntos Político-Militares Externos en la secretaría general del Consejo de la Unión Europea. En su resonante libro The Breaking of Nations (2004), sostiene que el mundo debe acostumbrarse a estándares dobles. En el interior de Occidente deben obedecerse nuestras normas. Pero al lidiar con la parte del mundo que no comparte estos códigos, se deben aplicar las normas vigentes en el estadio anterior de nuestra evolución cívica. "Entre nosotros debemos respetar la ley, pero cuando estamos en la jungla debemos guiarnos por las reglas de la jungla. El prolongado período de paz del que ha gozado Europa occidental ha generado una peligrosa propensión a bajar la guardia, tanto física como psicológica."

Por su parte, Dershowitz es uno de los abogados liberales más conocidos de los Estados Unidos. Sus exitosas defensas de derechos cívicos en juicios celebérrimos fueron llevadas al cine. Desde 1988 cree que la tortura debe ser reglamentada para los casos muy excepcionales en que se sabe que un reo posee información que podría evitar una masacre. En aquel año ya lejano, su receta estaba limitada a Israel. Pero a partir del 11 de septiembre de 2001, la hizo extensiva a los Estados Unidos.

¿Quiere torturar? Obtenga una orden del juez , fue el título del provocativo ensayo que este afamado profesor de Harvard publicó en 2002. Afirma que hay circunstancias en que la defensa del derecho a la vida justifica medidas extremas como mal menor, y que se debe establecer un procedimiento legal para dispensarlas y fijar responsabilidades. "El verdadero objetivo es limitar la tortura a aquellos raros casos en que se va a usar de todos modos. Una orden judicial agregaría transparencia y reduciría su mal uso."

Propuestas como éstas estremecen. Su enunciación rechaza profundamente, en especial en la Argentina, donde las argucias del estado de excepción condujeron a crímenes de lesa humanidad perpetrados por el mismo Estado. Pero no enfrentar el problema no sólo es peligroso, sino que conduce a prácticas aún más sórdidas. En la ausencia de soluciones como las propuestas por Cooper y Dershowitz, los países relativamente respetuosos de los derechos humanos a veces recurren a los servicios de estados que los respetan menos.

Sirva como ejemplo lo acontecido con Maher Arar, un ingeniero canadiense de origen sirio, sospechoso en 2002 de pertenecer a Al-Qaeda. Fue capturado por los norteamericanos, que lo pusieron en confinamiento solitario, sometiéndolo a duros interrogatorios y negándole acceso a un abogado.

Pero no obtuvieron resultados. Lo enviaron entonces al "otro mundo": aquel en el que prevalece una cultura menos evolucionada en materia de derechos cívicos. Lo deportaron a Siria. Allí fue sometido a suplicios durante casi un año, hasta que su inocencia fue confirmada. Entonces, los sirios lo devolvieron a Canadá y pudo reintegrarse a su hogar y a su trabajo. Ahora Arar ha entablado juicio contra el gobierno de Bush, como corresponde.

La paradoja es que a casi nadie indigna el hecho de su tortura en Siria, que es tomada como cosa natural. Para el público occidental, lo grave es que los norteamericanos lo hayan deportado a su país natal.

El autor es director del Centro de Estudios Internacionales del CEMA.

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