Por Rosa Montero
Se diría que cada día hay más gente que sufre el síndrome de Diógenes, porque cada dos por tres sale alguna noticia contando cómo los bomberos o la policía lograron rescatar a uno de estos enfermos, desincrustándolo literalmente del inenarrable basurero en donde habría terminado por enterrarse a fuerza de acumular y acumular desechos. La denominación del síndrome de Diógenes, hoy tan popular, fue inventada en 1975 en referencia al filósofo griego Diógenes el Cínico, ese sabio tan extravagante que se supone que vivía en un tonel y que le dijo a Alejandro el Magno que se apartara para que no le quitara el sol. A decir verdad, no veo que sea un nombre muy adecuado para una dolencia que consiste en atesorar frenéticamente todo tipo de cosas, porque Diógenes fue de una austeridad más bien patológica. Cuentan que vio a un niño beber agua del cuenco de sus manos, y que entonces tiró la escudilla de madera que llevaba y que, junto con el bastón y la capa, era lo único que poseía. O sea que sería justo lo contrario.
Lo que sí semeja a estos enfermos con el filósofo griego es el talante huraño, el aislamiento y la vida misérrima. Porque los afectados por el síndrome viven como si fueran los más pobres mendigos de la Tierra, aunque a menudo tengan casa propia, y aunque la hayan llenado a rebosar no sólo de basuras, que es lo habitual, sino también, en ocasiones, de objetos valiosos o dinero. Ya se sabe que muchos de estos enfermos de apariencia menesterosa fueron encontrados durmiendo sobre millones de las antiguas pesetas, o guardando cientos de miles de euros en bolsas de basura. Esto es lo que los hace tan inquietantes y tan interesantes. Quiero decir que el verdadero Diógenes nos interesa poco y no nos inquieta nada: esa desaforada hambruna de austeridad muestra un afán extremista y puritano que, por lo general, nos pilla muy lejos. Pero las pobres gentes afectadas por el síndrome nos turban y aterrorizan, porque a fin de cuentas sólo están unos poquitos pasos más allá en este loco proceso de acumulación que vivimos todos. Hijos como somos de la sociedad de consumo, vivimos neurotizados por el afán de atesorar cosas. A veces tengo la sensación de que todos o casi todos los ciudadanos occidentales padecemos el síndrome de Diógenes, sólo que en sus estadios más benignos. Somos unas malditas urracas.
¿Hace mucho que no se ha parado un instante a revisar, con ojos analíticos, toda la mugre inútil que acumula en su casa? Cajones y cajones llenos de objetos muertos, cuidadosamente guardados allí algún remoto día, pero hoy olvidados por completo. Armarios que son como la cueva de Alí Babá, repletos de bultos y artículos innecesarios. Bibelots, cacharritos, regalos arrumbados en cualquier parte. Agendas viejas, móviles en desuso, cables inclasificables e incomprensibles provenientes de antiguos aparatos eléctricos, cargadores de otros aparatos que tampoco tenemos, cámaras de fotos antediluvianas, montones de pares de gafas inservibles, teclados de ordenadores viejos que no nos atrevemos a tirar, baterías gastadas, guantes descabalados. Y ropa. Ropa vieja, ropa estrecha, ropa fea que nunca nos ponemos. Zapatos, bolsos, cajas, maletas abolladas. Herramientas oxidadas o rotas. Guardamos las cosas más increíbles. Seguro que si vacía ahora mismo el cajón de su mesa de despacho encontrará media docena de objetos alucinantes y que ignoraba por completo que tenía.
La sociedad de consumo en la que vivimos ha llegado a tal extremo de aceleración, a tal perversión en la abundancia, que se ha convertido en la apoteosis del desperdicio. Quiero decir que, en el mismo instante en que compramos una cosa, ese objeto comienza a transmutarse en un desecho. Y así vivimos, rodeados de rutilantes detritus, perdidos en un mar de posesiones absurdas. Náufragos en mitad de la inutilidad de nuestras cosas. Ahora, cuando morimos, dejamos atrás, principalmente, un montón de basura. Las casas de los muertos han de ser vaciadas de mugre, de la misma manera que los bomberos vacían la porquería acumulada por los enfermos del síndrome de Diógenes. En mi última mudanza tomé la decisión de tirar a la basura, sin revisarlo, el contenido de los cuatro cajones de mi mesa de trabajo, que estaban atiborrados de cosas. Eso fue hace diez años, y nunca eché de menos nada. Ojalá fuera capaz de hacerlo todos los días.
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EL PAIS, S.L.
La autora es periodista y escritora española
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