Por Juan J. Llach
Pero ¿dónde está la generación del ochenta? Tal es la pregunta constante del descreído auditorio cuando procuro convencerlo de que el nacimiento del siglo le ha traído a la Argentina la que muy probablemente terminará siendo la mejor oportunidad de desarrollo económico y social de su historia, con potencial aun mayor que la de fines del siglo XIX. Ante la evocación de semejante icono hay que resistir el reflejo condicionado de caer en el polo depresivo de la ciclotimia nacional para abrir paso a una perspectiva analítica y matizada, desmenuzando proyectos y pasiones de la generación del ochenta y aguzando la mirada para capturar los signos del presente.
Soslayando la superficialidad iconoclasta de las historias de consumo mediático a la moda, será mucho más fructífero releer, por ejemplo, La generación del 80 y su proyecto (Oscar Cornblit, Ezequiel Gallo y Alfredo O’Connell, 1962) y advertir que lejos estuvo ella de ser puro altruismo, consenso y clarividencia; también mostró divisiones, errores y enconos apasionados. Además, sus logros fueron posibles por el fuerte viento de cola de la belle époque, con su valorización vertiginosa de las pampas argentinas y su capacidad de albergar a millones de inmigrantes, que escapaban de hambrunas y otros males europeos.
Pero el halo de grandeza que aún conserva esta generación se funda sólidamente en su visión de largo plazo, en su apuesta por la educación y en una vasta construcción institucional que incluyó tempranamente el voto masculino universal.
¿Qué decir del presente? Sin pretensiones de igualar lo inigualable, ¿hay signos del nacimiento de una dirigencia política y social con parejas apuestas al futuro, a la educación, a las instituciones y, exigencias del siglo, capaz también de representar genuinamente los mandatos de la sociedad y no las pasiones hegemónicas de los caudillos o aparatos de turno? En coincidencia con Carlos Helbling, mi respuesta es afirmativa. Está surgiendo, de abajo hacia arriba, una nueva dirigencia política y social con renovados estándares éticos, aunque todavía sin entidad suficiente para garantizar que aprovecharemos cabalmente la inédita oportunidad que el mundo nos ofrece.
La vemos nacer, al menos, en cuatro lugares de nuestra geografía social. En los resultados electorales de Tierra del Fuego, la ciudad de Buenos Aires, Santa Fe, Neuquén y aun Salta o Mendoza, cuya enumeración revela que no me refiero a ideologías, sino a nuevos modos de hacer política que también han mostrado algunos de los principales liderazgos nacionales de la oposición.
En segundo lugar, en muchas ciudades se perfilan intendentes de nuevo cuño, desde Inriville hasta Zárate, desde Neuquén hasta Rosario, desde Córdoba hasta partidos del Gran Buenos Aires en los que fueron derrotadas las viejas maquinarias.
Florecen, en tercer lugar, nuevos liderazgos sociales en dirigentes de base que se niegan a ser presa del clientelismo y las dádivas, y en empresarios o líderes lisos y llanos que se han dado cuenta de que un país no puede edificarse sólidamente con la dolorosa exclusión social de la Argentina de hoy.
Hay, en fin, una creciente oferta y demanda de programas de capacitación de dirigentes públicos y también de fomento de la amistad cívica, como la que promueve notablemente la Red de Acción Política (RAP).
Estas señales no siempre son percibidas por parte de nuestras elites económicas, sociales o aun académicas, frecuentemente refugiadas en un pesimismo crónico que percibe a la política argentina como un escenario, en el fondo, bárbaro, salvo en las raras ocasiones en que triunfa un candidato ideológicamente afín.
Debería aceptarse que no pocos de los males políticos que nos aquejan se originaron en el abandono que buena parte de las clases ilustradas hizo de los partidos políticos desde 1930, para ofrecerse luego como intelectualidad orgánica de gobiernos militares o, en el otro extremo, de movimientos guerrilleros.
Es nada más ni nada menos que esta tendencia la que ha empezado a revertirse desde el restablecimiento de la democracia, primero muy tibiamente y ahora con más fuerza.
También es necesario entender, sin despreciar, que el apoyo electoral al oficialismo de numerosos sectores populares tiene una razón de ser: la de haber premiado al gobierno en cuyo transcurso millones pudieron salir del desempleo y de la pobreza. Una razón de ser que no necesariamente será vitalicia. Si logra soslayarse un tropezón y el país sigue creciendo, cada vez serán más los que exigirán también mejor educación, seguridad o justicia. Y si llegara el infortunio de otra crisis, también cambiará la orientación del voto.
En una Argentina que va dejando de ser hegemónica y empieza a ser plural prevalecerán, al fin, quienes sean capaces de entender y hacer entender que es necesario y posible combinar el crecimiento con la distribución del ingreso en una propuesta de desarrollo integral.
No les faltan, empero, razones a los pesimistas. El mismo interior del país al que el mundo le abre una oportunidad inédita en su historia, es crecientemente expropiado de sus genuinas rentas fiscales por el poder central, como lo muestra la reciente suba de impuestos a las exportaciones. La parte de éste y otros impuestos que correspondería a provincias y municipios supera ya los 12.000 millones de pesos anuales. En estas condiciones, les será mucho más difícil a Scioli o a Binner, por ejemplo, brindar la educación de calidad para todos que ellos seguramente desean. Se coloca así a tantos gobernadores e intendentes ante la opción de pactar con el hegemonismo central o no poder gobernar.
“La cuestión del tesoro es, en el fondo, el eje de toda la política argentina desde la emancipación. Las luchas civiles, las disensiones partidistas, las complicaciones políticas, el enardecimiento de unitarios y de federales, de porteños y de provincianos, el caudillaje mismo, todo ha nacido de ahí y ha gravitado a su derredor: tocar esta cuestión es picar en arena candente; aclararla es encontrar el hilo de Ariadna, que nos guía en el laberinto de la política argentina.”
Aún dice verdades esta descripción de Ernesto Quesada de 1898, pero quizás estemos más cerca de encontrar a quienes, pensando lateralmente como Ariadna, logren sacarnos del laberinto, cuestión crucial, que por cierto deberían meditar las autoridades electas.
El autor es economista y sociólogo; profesor del IAE-Universidad Austral.
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