Para muchos alemanes, la idea de asociar el humor con el nazismo es aun hoy moralmente ilícita, pero esto no fue siempre así: en la inmediata posguerra eran comunes los chistes sobre Hitler, una forma colectiva de promover la idea de que habían sido subyugados contra su voluntad por un dictador sin escrúpulos
"¡Pero esto no es humor, sino una sátira!", me dijo el librero alemán cuando, tras preguntarle por obras literarias que trataran humorísticamente el nazismo, decidí llevarme la versión original alemana de un clásico: El nazi y el peluquero , publicada en castellano por Maeva en 2004. En esta novela, el autor judío Edgar Hilsenrath logra un imposible: relatar en clave de humor la trayectoria de un genocida nazi, desde su entusiasta participación en los crímenes del régimen hasta su usurpación de una identidad judía y su posterior militancia sionista en Israel.
La reacción del librero fue tan peculiar como significativa. Obviamente, la sátira, discurso en que se ridiculiza algo o a alguien, es una variante incontestable del humor, pero muchos alemanes siguen teniendo dificultades para verlo así. En el subconsciente de mi librero, como en el de otros muchos alemanes cultos, "tratamiento humorístico" equivale todavía a algo amoral, hedonista y acrítico, y la mera idea de asociarlo a la gran herida nacional, el nacionalsocialismo, suscitaba en él un evidente embarazo. "Aquí no tenemos nada de eso. Ni siquiera creo que exista", djio. Y cuando descubrí el libro de Hilsenrath expuesto en una mesa de su tienda, creyó tener que defenderse de una acusación que yo ni siquiera había formulado.
Motivo de chascarrillos
Las dificultades de los alemanes con el sentido del humor -al menos desde que, a finales del siglo XVIII, se lo asociara negativamente con lo aristocrático y lo afrancesado y, por ende, con lo amoral- hace tiempo que son un tópico y se han convertido, a su vez, en motivo de chascarrillos, como que el humor alemán es un extraordinario adelgazante, pues hay que caminar kilómetros para encontrarlo.
No deja de ser curioso que los primeros libros que se publicaron en Alemania después de 1945, todavía con el número de control del gobierno militar de los Aliados, fueran varias antologías de chistes clandestinos que se contaban en el Tercer Reich. ¿Acaso a los alemanes se les había ocurrido de repente la mayor humorada de todas, escogiendo el peor momento de su historia para alardear de humoristas?
No exactamente. Los alemanes de la inmediata posguerra tenían interés en promover la idea de que habían sido subyugados contra su voluntad por un dictador sin escrúpulos, y aquellos chistes "políticos" parecían demostrar que todos ellos habían sido opositores clandestinos o, incluso, resistentes potenciales. También se exageraron las consecuencias que tenía para los ciudadanos ser sorprendidos in fraganti contando uno de estos chistes. Así se bloqueaba cualquier asunción de culpa colectiva.
Sin duda, el humor político florece especialmente en los regímenes totalitarios, y el nazismo, con su pomposa parafernalia y las notorias extravagancias de sus dirigentes, ofrecía un terreno abonado para la proliferación de sarcasmos. Pero, ¿hasta qué punto se puede considerar un chiste político, por ejemplo, que "el ario perfecto sería alguien tan alto como Hitler, tan delgado como Göring y tan atlético como Goebbels"? Por otro lado, ¿debemos ver esta forma de humor como una forma solapada de resistencia o como una válvula de escape? Es más que probable que los chistes políticos, al desactivar la ira acumulada en la población por medio de la risa liberadora, fueran un extraordinario instrumento de desactivación de toda voluntad de resistencia. Ya se sabe: perro ladrador... Y por muy poco predispuestos para las humoradas que estuvieran los jerarcas nazis, debieron de ser conscientes de ello.
Nuevas investigaciones, como las realizadas por Meike Wöhlert tras estudiar los expedientes abiertos por la Gestapo en relación con esta clase de delitos, categorizados como "ataques alevosos contra el Estado o el Partido", rompen con la imagen del heroísmo del humor popular: la gran mayoría de los chistosos que terminaban frente a la Gestapo solían regresar a casa con una amonestación o con un castigo leve, a no ser que hubiera otras causas en su contra. Sólo cuando el fracaso militar alemán empezó a ser una posibilidad real, el régimen radicalizó las represalias contra cualquier forma de "derrotismo". Fue entonces cuando el sentido del humor se convirtió en un lujo de fatales consecuencias.
Las antologías de chistes del Tercer Reich transmiten la impresión de que, a pesar de las represalias, moralmente resultaba más fácil reírse de Hitler dentro del Reich que en el extranjero. Chaplin ya tuvo problemas con las autoridades norteamericanas por El gran dictador (1940), pero fue sobre todo Lubitsch con Ser o no ser (1942) quien tuvo que pagar un elevado precio por el espíritu de corrección política que iba ganando terreno a medida que se radicalizaba y extendía la guerra. Su película fue acusada de inmoral, efectista y de mal gusto; los espectadores abandonaban escandalizados la sala a media proyección. Hitler había pasado a encarnar el mal, pero no la banalidad del mal de Arendt, sino el mal radical de Kant en su variante más demoníaca, y los nazis ya no podían ser enanos con delirios de grandeza, sino robots sádicos y sanguinarios.
Ley no escrita
En Alemania, sancionada por el doloroso ejercicio de memoria colectiva que impusieron las nuevas generaciones a finales de los sesenta, se impuso más que en ningún otro lugar la ley no escrita según la cual cualquier lectura humorística del nazismo es moralmente ilícita. Aunque el original de la citada novela del superviviente del Holocausto Hilsenrath estaba en alemán, se publicó primero en inglés, en italiano y en francés, y su éxito no impidió que desfilara durante seis años por más de sesenta editoriales alemanas antes de encontrar un hogar literario en Colonia.
Como dice su editor, Helmut Braun, "de este modo la generación que desciende de los criminales y que ahora controla las editoriales alecciona a la víctima sobre la manera en la que debe presentar el Holocausto". Y es que, "cuando se trata de la guerra, los alemanes desconfían de sí mismos -dice el director de cine Dan Levi, cuya controvertida comedia Mein Führer ha contribuido a avivar el debate-. Con su extremo moralismo han querido inmunizarse a sí mismos frente a una nueva irrupción de ideas peligrosas".
Por Rosa Sala Rose
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